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Columna
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Aquí yace todo el día

Hemos pasado de ver la vida como un valle de lágrimas por el que debíamos pasar como gato sobre brasas a concebirla como una pista de carreras que debemos sobrevolar

Una marea de viajeros sale del metro de Londres.
Una marea de viajeros sale del metro de Londres.Matt Dunham (AP)

El calor de estos días ralentiza el ritmo que solemos infligirnos. Liberados de la temporalidad humana, o inhumana, hacemos por la mañana el perro; al mediodía, el lagarto; y después de comer, la boa. O la lechuza, pues la filosofía nació en Grecia, donde el sol invitaba a dilapidar el tiempo charlando frente al mar. Si es cierto, como dice Robert Luis Stevenson, en En defensa de los ociosos, que el ajetreo es “síntoma de una vitalidad deficiente”, deberíamos estar todos en cuidados intensivos. El problema es antiguo, y abundan los mitos, los símbolos y las obras que lo tratan. Séneca, Michel de Montaigne y Henry David Thoreau nos avisaron del peligro de pasar resbalando sobre la vida, para solo darnos cuenta, en el lecho de muerte, de que no hemos vivido realmente.

Pero se trata también de un problema actual, porque en el seno del turbocapitalismo, todos parecemos el piloto de carreras Mario Andretti, para el cual “si todo parece que está bajo control, entonces es que no estás yendo lo bastante deprisa.” Una aceleración que surge de la reconversión de todas las experiencias no económicas en actividades de producción y de consumo. Acortamos el sueño, ocultamos la enfermedad, optimizamos el descanso, manufacturamos las amistades en contactos, refinamos el tiempo del cuidado en tiempo “de calidad”... De este modo se ha ido generalizando un enfoque teleológico y utilitario de la existencia, en virtud del cual hemos pasado de ver la vida como un valle de lágrimas por el que debíamos pasar como gato sobre brasas, para no condenarnos en el más allá, a concebirla como una pista de carreras que debemos sobrevolar para llegar a una meta que nunca podremos cruzar.

Porque, aunque hacerse rico o realizarse parezcan fines terrenales, no lo son. Pues el que es hoy nunca disfrutará de eso que se promete para mañana, porque estará solo, enfermo, muerto o lamentará no haber vivido. No se trata de caer en un puro presentismo, sino de resistir frente a la degradación de la existencia a un mero medio (ayer religioso, hoy economicista), apostando por que cada momento sea un fin en sí mismo, sin que eso impida que los enlacemos todos en una gran narrativa existencial.

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El filósofo renacentista Cesare Cremonini hizo grabar en su lápida: “Aquí yace todo Cremonini”. De este modo negaba que ni un solo átomo de su alma hubiese ido al más allá, y daba testimonio de haber gozado plenamente de la única vida que le había tocado en suerte vivir. Nosotros deberíamos escribir tras cada puesta de sol: “Aquí yace todo el día”. Nunca fue tan urgente tomárselo con calma.

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