Un día de mar
Si uno toma la vida como una representación puede imaginar que esa luz del sol que recibe en la vejez es la misma que doró su infancia. Hay que aceptarla como un regalo
El sol salió a las 6.55 y su descarga luminosa fue la misma para todo el mundo, para los que a esa hora iban al trabajo, para los que abandonaban exhaustos las discotecas y para los que íbamos a pescar y a tomar el baño en alta mar. Yo llevaba un audífono acuático para oír música debajo del agua, un placer que me ha regalado la vida. Clareaba el día cuando ganamos la bocana y largamos los sedales con las plumas y las rapalas. Mientras navegábamos a la espera de que picara alguna llampuga, salió el sol con toda la gloria y de pronto recordé cómo aprendí a nadar. Tendría seis años y con otros niños desnudos jugábamos entre naranjos alrededor de una alberca de agua verde sobrevolada de libélulas, llena de limo y con ranas extasiadas con las patas abiertas. Uno de aquellos niños me empujó a traición, caí dentro de la alberca y empecé a bracear para no ahogarme. No he hecho otra cosa en esta vida. En aquel momento se estaba poniendo el sol y recuerdo que la luz del crepúsculo era tan dulce como lo era mi inocencia. Ahora estaba amaneciendo y no obstante yo era un viejo. Después de pescar unas caballas, algunos bonitos y un pez limón, de regreso a puerto viendo que el mar estaba sumamente tendido me eché al agua con el audífono acuático pegado a los parietales. La sinfonía de Mozart comenzó a surgir desde lo más hondo del abismo, las corrientes expandían la música muy lejos y servían a la vez de cajas de resonancia, de modo que todo el mar se convirtió en una apabullante orquesta. Generalmente en el cine los amaneceres se suelen rodar durante las puestas de sol, ya que las cámaras no distinguen la luz que nace por la mañana de la que muere por la tarde. Si uno toma la vida como una representación puede imaginar que esa luz del sol que recibe en la vejez es la misma que doró su infancia. Hay que aceptarla como un regalo.
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