Tertulia
La disputa fue a más cuando un contertulio preguntó por qué los tomates no sabían como los de antes. Por fin la conversación había tomado altura


La tertulia de media mañana en la terraza del café había adoptado un cariz aciago. La conversación iba de la guerra en Ucrania al problema de las centrales nucleares, del exorbitante precio de los carburantes al peligro del cambio climático, de la pandemia a la inflación, del desplome de la Bolsa a la depresión económica que parecía inevitable. En medio de este negro panorama un contertulio aprovechó un resquicio de silencio para contar que la tarde anterior, ante una maravillosa puesta de sol, en un bareto con sombra de cañizos y el mar a los pies había tomado una copa de vino blanco y cinco sardinas asadas. Añadió que las había saboreado muy despacio, con los ojos cerrados como si se tratara de la sagrada eucaristía. Consideraba que su sabor constituía una vía de conocimiento, de modo que cada sardina le había llevado con el pensamiento muy lejos, una a los fenicios, otra a los egipcios, a los griegos, a los romanos. Desde entonces, a través de los siglos, ese placer tan sencillo y barato no había cambiado, incluso los epicúreos lo equiparaban a una alta conquista del espíritu. La última sardina se la había reservado para recordar los veranos de su juventud cuando las compartía con amigos que ya han muerto. La tertulia entró en otra fase. Del recalentamiento del planeta derivó a los problemas concretos, que nos hacen felices o desgraciados. Alguien planteó si la anchoa en salazón que se extiende sobre la pequeña torta de pan con aceite, la misma que ya tomaban los faraones, había que meterla con la masa en el horno o añadirla después para que no perdiera su sabor. En ese momento empezaron las opiniones en favor y en contra con una pasión que ni de lejos despertaba la guerra en Ucrania. Pero la disputa fue a más cuando un contertulio preguntó por qué los tomates no sabían como los de antes. Por fin la tertulia había tomado altura.
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