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Perú
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un fracaso más sí importa

Pedro Castillo se ha convertido (quizá siempre lo fue) en un político tradicional que, velozmente, ha copiado las viejas mañas que tanto denunció

Pedro Castillo, presidente de Perú
Pedro Castillo, presidente de Perú, durante su discurso a la nación en el Congreso.ANDRES VALLE (AFP)

Pedro Castillo –el presidente de Perú que el mundo conocía hace poco más de un año por las fotos de Morgana Vargas Llosa y otros reportajes, donde convivían el idilio del maestro de escuela rural que pastoreaba su ganado y que compartía caldo verde con su familia en Chota, con el político que atiborraba cerros en Juliaca–, ya ha negado varias veces la palabra que había empeñado como candidato. De la figura de cándido mesías y prometeico reformista no queda nada. Se ha convertido (quizá siempre lo fue) en un político tradicional que, velozmente, ha copiado las viejas mañas que tanto denunció, pero sin ningún camuflaje que disimule la descomposición acelerada de su régimen y sin coartadas verosímiles que expliquen su decadencia.

Los escándalos de corrupción e ineptitud que han rodeado al politburó familiar y amical del presidente Castillo han estallado públicamente y se acumulan sin descanso: la casa del Pasaje Sarratea, el exsecretario presidencial Bruno Pacheco, el exministro Juan Silva, el caso Puente Tarata, el plagio académico de su tesis de maestría, el empresario Zamir Villaverde, su cuñada Yenifer Paredes entre muchos otros. Su impudicia solo puede ser superada por el desparpajo y el silencio con el que enfrenta las acusaciones.

Palabras, palabras, tan solo palabras

La Proclama Ciudadana que Pedro Castillo firmó ante algunas organizaciones civiles en plena campaña electoral, se ha convertido en uno de los muchísimos compromisos que ha incumplido, sus promesas de respeto al trabajo de investigación de la policía y los procuradores han quedado en el olvido. Como lo han denunciado muchos de sus exministros del Interior, Pedro Castillo no solo habría interferido en el nombramiento y remoción de jefes policiales y procuradores, sino que ha optado por proteger a una cúpula de poder decadente y cada vez más desvergonzada, que se ha enquistado y viene continuamente destruyendo cada recodo de incipiente meritocracia que habitaba en el Estado peruano, para reemplazarlos por villanos insignificantes.

Los guardianes del hielo

La designación como ministro de Estado es la más alta dignidad dentro del servicio público, y si bien, desde hace varios años, ha habido un deterioro de las calidades profesionales y morales de los ministros, cuesta encontrar elencos más nefastos que los escogidos por Castillo en su primer año. Desde el comienzo de su gestión, la improvisación en el nombramiento de sus ministros anunciaba no solo un Gobierno caótico sino atiborrado de ineptitud y prontuariados. Su primer Gabinete juramentó incompleto porque tardíamente convenció a su ministro de economía y a su ministro de justicia (el ahora inefable e inamovible Aníbal Torres). Más de 50 ministros se han alternado en el poder y Perú se ha convertido en el país de la región donde menor estabilidad tiene el encargo de ministro de Estado. Menor estabilidad y mayor informalidad también, porque hasta ha habido ministros como Juan Cadillo (exministro de educación) a los que les ha pedido su renuncia por mensaje de texto. Un político de izquierda despidiendo por mensaje de texto, precariedad laboral quién te conoce.

El ministerio más convulsionado ha sido el del Interior, donde siete ministros han pasado en menos de un año. Así es imposible combatir al crimen organizado, quizá porque al presidente le interesa bien poco este combate que salpica a su entorno familiar más cercano. Los ministros de Castillo son los guardianes del hielo que se derrite en pleno terral como en el poema de José Watanabe: “no se puede amar lo que tan rápido fuga”. Y los ministros de Pedro Castillo fugan muy rápido, sino que lo cuente Juan Silva, el defenestrado exministro de transportes y comunicaciones, que renunció a tener escolta policial para fugar en las narices del presidente mientras era despedido con música de mariachis por algunos trabajadores del que fuera su ministerio. Una comedia barata.

Acompañamiento crítico

Han pasado tantísimas cosas que ya hemos olvidado de las pechadas baladíes de Guido Bellido, el ministro que entró montado a caballo en Chumbivilcas y terminó debajo de las ruedas; o que hubo un tal Héctor Valer que llegó al Congreso con el voto de la derecha radical y que pasó a ser presidente del Consejo de ministros por sólo tres días teniendo que renunciar al destaparse denuncias de violencia familiar de su pasado, superando en brevedad al inefable Ántero Flores Aráoz, premier de Manuel Merino.

Todos los ministros son fugaces y poseedores precarios salvo Dina Boluarte (que asumiría el cargo si Castillo fuera vacado, pero que se ha mantenido en silencio por bastantes meses), Geiner Alvarado y Roberto Sánchez. Sánchez es el titular del Ministerio de Comercio Exterior, y único sobreviviente de la alianza de Castillo con otro movimiento de la izquierda peruana: Juntos por el Perú. Todos los demás han sido diezmados. En especial, los ministros de la izquierda progresista como Pedro Francke o Hernando Cevallos. De la imagen donde Cevallos y Francke flanqueaban a diestra y siniestra a Pedro Castillo en el balconazo tras los resultados electorales, no queda más que la añoranza de un proyecto utópico de unidad programática. Es periódico de ayer. El gobierno de Castillo ha desnudado las inconsistencias e incoherencias de la izquierda progresista limeña que ha terminado implosionando a punta de comunicados, pataletas y renuncias como la de Anahí Durand que prefirió seguir atada al régimen de Castillo para seguramente dar la batalla interna, antes que liderar el movimiento embrionario que ayudó a gestar con el nombre de Nuevo Perú. Marx, pero Groucho. Ya nada nos debe extrañar de aquellos que han pedido evitar un golpe de estado, dando otro golpe de estado.

En la repartición, disciplina camaradas

Las relaciones del presidente Castillo con el Legislativo han sobrevivido dos pedidos de vacancia. Resta una acusación constitucional. Los votos de las bancadas de izquierda y de algunos otros congresistas de otros partidos acusados de recibir beneficios indebidos del Gobierno, han permitido que Castillo –chamuscado eso sí– continúe ejerciendo como presidente. La bancada oficialista se ha dividido como cualquier bancada peruana, pero ha jugado en pared con otras bancadas cuando se ha tratado de desfalcar algunas reformas exitosas, algún sentido de orden, como el que se alcanzó con la reforma universitaria y la Superintendencia Nacional que la regula o la prohibición del transporte público informal.

La unidad programática entre Legislativo y Ejecutivo está apartada del bien común. Solo han colaborado en la aprobación de unas pocas iniciativas legislativas que provenían del Ministerio de Economía y Finanzas. Se han permitido exonerar algunos impuestos (medida que algunos discuten si era conveniente) medida que tendrá un impacto en la caja fiscal del futuro, quizá apremiados por el alza del costo de alimentos y combustibles, pero, si se considera la caída de precio del cobre (del que proviene uno de los mayores ingresos fiscales del Perú), solo se estaría poniendo en problemas a los futuros gobiernos. Quizá únicamente el nombramiento del Directorio del Banco Central de Reserva de Perú estuvo exento de polémica, quizá porque en el Perú todavía existe una conciencia colectiva que responde reaccionariamente ante el trauma de los 80 y que nos permite jugar con todo menos con la estabilidad macroeconómica y Julio Velarde.

El portero sin llaves y el populista sin pueblo

El jefe del partido que fuera oficialista hasta antes de la renuncia de Pedro Castillo en junio de 2022, Perú Libre, el afiebrado agente ideologizado Vladimir Cerrón, que es de los que todavía sacan su paraguas cuando llueve en Moscú, ha perdido muchísima influencia y sus arrebatos de poder son solo desquiciamientos desbocados en Twitter o invectivas televisivas contra el imperialismo yanqui. Su plan originario ha quedado en el abandono porque a pesar de que insista en fabricar el momento constituyente, lo único que ha sido capaz de constituir ha sido la escisión de Perú Libre, para hacer nacer al bloque magisterial.

Así pasa en el Perú, hasta los más ambiciosos planes revolucionarios terminan fracasando por la mediocridad del villano y su empecinada ineptitud. Y quizá esa misma mediocridad aunada a una ciudadanía endeble nos ha conducido hacia estas aguas empozadas. A un año del gobierno de Pedro Castillo, queda eso: un presidente incapaz de construir una base popular, un populista nominalista y sin pueblo que jamás tuvo la tesitura de Hugo Chávez ni de Rafael Correa y que ni siquiera terminó alcanzando a Fernando Lugo o a Manuel Zelaya. Un régimen que espantaba por su trasnochado credo ideológico y que ha terminado convertido en la Pantolandia del desgobierno, la improvisación y la podredumbre. Ni siquiera el arzobispo progresista de Lima ya lo soporta y le ha insinuado que debería renunciar. Este fracaso más sí importa.

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