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Perú
Tribuna
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El país que no dejaba de hundirse

La gestión del presidente Castillo en Perú es caótica y, en medio del caos, quiere hacer emerger un nuevo orden social, desafiando metafísicamente el momento

Una bandera peruana ondea desde el techo de un comedor de beneficencia local en el barrio de Villa María de Lima, Perú.
Una bandera peruana ondea desde el techo de un comedor de beneficencia local en el barrio de Villa María de Lima, Perú.Martin Mejia (AP)

Nuestro querido Julio Ramón Ribeyro escribía en un ensayo sobre el genial cuentista Guy de Maupassant que “la importancia de un maestro se mide no solo por la cantidad de discípulos que lo imitan, sino por la calidad de quienes se apartan de él luego de haberlo frecuentado”. Por eso, cuando en los últimos meses el Gobierno del maestro Pedro Castillo ha comenzado a rodearse de personajes cada vez más siniestros e incompetentes, y muchos de los que antes lo frecuentaban y defendían como escuderos corajudos de campaña, se apartaron tirando la puerta, sólo nos ha revelado, descarada e irreverentemente, que su importancia y legado serán tan insignificantes como dañinos para el Perú.

Pedro Castillo en campaña perdió una ventaja de más de 12 puntos que casi le cuestan la elección en segunda vuelta contra Keiko Fujimori. Sólo lo salvó el antifujimorismo militante, ese regimiento disciplinadamente hostil que activa el clivaje más decisivo de las segundas vueltas peruanas en los tiempos más recientes y que apareció en los dos últimos días de campaña para remontar por un margen muy ajustado contra la política más impopular del Perú. En aquel momento, Pedro Castillo comenzaba a revelar que no tenía ni la voluntad ni capacidad para organizar una campaña ordenada y prolija. En el debate de equipos, el suyo fue ciertamente diezmado por el batallón fujimorista, quienes, con la sola excepción del sector salud, salieron con mejor semblante y convencidos de que la victoria del Perú oficial defensor del sistema volvería a imponerse ante el caos que reinaba en el equipo de Pedro Castillo. Pero nada de eso pasó. Castillo ganó.

¿Se ha convertido el Perú en algo que no fuese antes del Gobierno del presidente Pedro Castillo? El Perú no era el país que el mito tecnocrático había vendido con mucho entusiasmo. Veníamos de una pandemia cruel que se había cebado contra los más indefensos, aumentando preocupantemente nuestra pobreza y desempleo. Los meses anteriores a la elección de Castillo redoblaron la desconfianza de los ciudadanos en el elenco de políticos tradicionales, incluso el arquetipo del populista moderno peruano, Martín Vizcarra, había sido defenestrado, desnudando una red de funcionarios y expertos que habían aprovechado sus cargos para vacunarse indebidamente, saltándose la cola y obviando a miles de profesionales de la salud que diariamente se arriesgaban sin protección. Tuvimos una de las peores gestiones públicas para enfrentar a la pandemia, muchos ciudadanos fueron condenados a hundirse en la miseria porque en un país donde la informalidad es moneda corriente, prohibir trabajar es condenar a miles al hambre. Y su Gobierno los condenó. La corruptela, la argolla y el caos existían antes de Castillo. Pero ni toda la anarquía que reinó en las horas finales de Martín Vizcarra, ni el escarnio que significó la represión durante el Gobierno de Manuel Merino fueron suficiente para que el sistema entendiera el mensaje.

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Pero tampoco se puede entender el surgimiento de Pedro Castillo sin el deterioro previo que parió el continuo enfrentamiento político surgido de las elecciones presidenciales del 2016. En aquella guerra sin cuartel entre el Gobierno de Pedro Pablo Kuczynski y la bancada de Fuerza Popular, sólo perdió más el establishment. Era su oportunidad de mostrarle a las fuerzas revolucionarias que tomaban las plazas y las carreteras, que se podría construir un país que cumpliera la promesa democrática para todos, bajo los términos y arreglos que el establishment había predicado. El gran pecado del establishment fue desaprovechar esos años en disputas mezquinas que se transmitían en vivo a través del canal del Congreso. Hubieran tenido 5 años para construir las bases del progreso, pero optaron por su prédica de guerrillas. El ciudadano peruano veía diariamente cómo sus representantes, que ideológicamente no parecían tener muchos desacuerdos, se mordían el gaznate por la menudencia. Se ganaron con fuerza y pundonor populares el desplome de su crédito político. La desazón ciudadana, agravada por la pandemia, esperaba una excusa mínima para pegar el salto y la obtuvo. La victoria ajustada de la izquierda radical no se explica sin el desastre portentoso que significó la convivencia de los congresistas y el Ejecutivo de la derecha. Eso es lo que parece ignorar la actual presidenta del Congreso, María del Carmen Alva, que desarrolla cada vez teorías más negacionistas para explicar la sostenida impopularidad del Parlamento.

Sin embargo, tras la elección de Pedro Castillo, el país solo ha continuado cavando. El Perú es aquel país que no deja de hundirse. A diferencia de los submarinos que regulan la cantidad de agua que ingresa para controlar la inmersión, aquí las compuertas están abiertas y el agua inunda sin control la nave. Como en los círculos del infierno de Dante, a medida que más se penetra, mayor el grado de perversión y mal que se revela. El presidente Castillo es un político que les dice a sus interlocutores las cosas que quieren oír para despistarlos. Hasta el Cardenal Barreto, que anunció hace ya varias semanas que el presidente estaba pensando en un nuevo gabinete, ha quedado en fuera de línea. En cuestión de meses, graves denuncias de corrupción vienen siendo investigadas por el Ministerio Público y han mermado la credibilidad de Castillo (si tal cosa aún existe). Personajes de su entorno más cercano hoy desfilan rodeados por abogados de casos emblemáticos de corrupción. Y el Gobierno sigue descendiendo a mayor profundidad, como dejando vencer imperdonablemente vacunas contra el coronavirus, después de haber sufrido la renuncia del equipo que lideró la planificación de la exitosa campaña de vacunación y nombrando a ministros de Salud a serviles aduladores del líder del partido de Gobierno, Vladimir Cerrón.

Ha empeorado la gestión de conflictos sociales (especialmente en las zonas mineras, donde tuvo el mayor respaldo político) y en un intento de volver a un estado polarización donde gane políticamente todo lo que ha perdido, ha introducido en el debate público el pedido de consulta popular para hacer una nueva Constitución. Quiere fabricar un momento constituyente que debería tener como condición necesaria una fuerza centrípeta política que tienda a la unidad programática, cuando lo único que existe en el país es una permanente y cada vez más consistente fuerza centrífuga de desgobierno. La gestión del presidente Castillo es caótica y, en medio del caos, quieren hacer emerger un nuevo orden social, desafiando metafísicamente el momento. Pero olvida que aquellos momentos históricos donde el Perú hizo brotar orden del caos necesariamente reclamaron políticos con gran estatura intelectual y moral, cosa que no tenemos ni por asomo estas horas.

Estos, al contrario, son los años donde la representación del Perú caótico y reaccionario ha emergido con mayor vigor para cargarse reformas que tanto costaron como la reforma del sistema universitario peruano, donde los congresistas de todas las tendencias han votado una nueva ley para debilitarla en días recientes. Esa precariedad universitaria, que quieren que vuelva a reinar impunemente, le permitió al presidente y a su esposa graduarse de una maestría con una tesis con serios indicios de plagio y deshonestidad intelectual. El abogado del presidente casi le ha reprochado a toda la sociedad que su cliente pueda ser deshonesto: otra vez vuelve a poner al presidente Castillo como el hombre antes del contrato social rousseauniano. El presidente ha anunciado que va a observar la aprobación de esta ley que su propia bancada ha respaldado. Un ridículo que retrata la grotesca escena nacional y el abismo en el que estamos sumergidos. Un presidente que no gobierna con su bancada, o, si somos más cínicos, que gobierna sabiendo la postura de su bancada y respaldándola, mientras la niega en público. Una bancada a la que le encanta coquetear con la derecha, no para concertar por el bien de la sociedad sino por la defensa de sus negocios. Así avanza el batiscafo de este abismo peruano.

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