El año del bicentenario peruano
Perú ha pasado un año catastrófico. Por suerte, las conmemoraciones del Bicentenario durarán hasta el 2024, lo que le da un mayor tiempo al Gobierno y a la oposición de encaminarse a un diálogo civilizado
En el año del Bicentenario muchos peruanos no esperábamos mucho de nuestros políticos, estamos habituados a sus usuales batallas por la insignificancia, pero al menos algún gesto de concordia hubiese valido la pena cuando cumplíamos doscientos años de independencia, algo como aquellas treguas familiares frágiles que llegan en los matrimonios o en las nochebuenas. En el Perú del Bicentenario parece imposible ya recrear ese verso de Vallejo en el que nos imagina “al borde de una mañana eterna, desayunados todos”. Aunque hemos conseguido culminar exitosamente las elecciones del 2021 donde, más allá de arrebatos infundados de fraude, logramos darle continuidad a la democracia peruana que sobrevive al colapso de los partidos políticos; no es menos cierto que el desenlace de las elecciones generales es cada vez más precario. Como alguna vez lo recordara el querido Carlos Iván Degregori –cuando le preguntaron en una entrevista por el resultado de las elecciones en la era post-Fujimori–: “El mal menor es cada vez mayor”.
Veníamos de un 2020 catastrófico. Sobrevivimos a la peor crisis sanitaria de nuestra historia, atestiguando la mezquina traición de las máximas autoridades que, encabezadas por el expresidente Martín Vizcarra, se saltaron deshonrosamente la cola de vacunación. Sufrimos también una reyerta de poder cuando emergió el Gobierno circunstancial de Manuel Merino, con quien rozamos peligrosamente el desborde popular ocasionado por la ceguera de una pandilla de necios que sabían perfectamente que no gozaban del favor ciudadano, pero que se encapricharon por encaramarse al poder del que rápidamente fueron desmontados por cientos de miles de ciudadanos , en su gran mayoría jóvenes, que tomaron las calles en todo el Perú.
Según los indicadores de la Universidad de John Hopkins, éramos el país con más muertos por millón de habitantes que había registrado la pandemia. Pero ni esa escalofriante estadística conmovió a nuestros políticos que, respondiendo a los llamados de sus tribus precarias, pequeñas pero ruidosas, siguieron enfrentados en una disputa por cuotas de nimiedad. Ante los cientos de miles de muertos, a nuestros políticos les cabe bien el reclamo de otro verso de César Vallejo: “Hoy no ha venido nadie a visitarme nadie, perdóname, Señor qué poco he muerto”.
A fines del 2020, el Gobierno recayó en manos de Francisco Sagasti, quien recibió un país en cuidados intensivos. Sin vacunas y en medio de una descomunal crisis económica, el Perú enfrentaba un futuro cercano desalentador. El Gobierno pudo encaminar el suministro de vacunas y por algunos meses le bajamos el volumen al ruido político. George Forsyth lideraba las encuestas por enero del 2021, era un puntero mentiroso porque la pandemia sólo había agigantado el terreno fértil del voto antisistema que siempre termina apareciendo desde el sur del Perú. Ese voto que el establishment solo recuerda cada 5 años. El centro político fue incapaz de construir una plataforma política popular y sus disputas más aguerridas tenían como campo de hostilidades en el multiverso Twitter.
El presidente Pedro Castillo pasó a la segunda vuelta y Keiko Fujimori perdió por tercera vez consecutiva una segunda vuelta (un auténtico récord que tienen tanto de perseverancia como de tozudez). Castillo emergió con un mensaje atronador que se hizo especialmente significativo en las regiones más postergadas del Perú. Era el mismo mensaje que en su momento ya había pronunciado Ollanta Humala en 2006 y 2011 y a quien la izquierda acusó de traidor. Castillo intentó construir un bolsón electoral populista de la mano de los peruanos que se sentían perdedores con las reformas que se habían instalado en los consensos programáticos desde los años noventa. Pero, en campaña, el presidente Castillo comenzó a lanzar mensajes anticipados que reflejarían la precariedad con la que gobernaría, como perdió la amplia ventaja que lo separaba de Keiko Fujimori por errores desconcertantes. El Castillo que demoró en juramentar a su Gabinete más de tres horas porque le hacían falta ministros es el mismo que improvisaba y postergaba las presentaciones de su equipo técnico como candidato. Luego, reconocería su partido (Perú Libre), que jamás imaginaron ganar la elección. Completamente verosímil.
¿Qué le queda del político populista al presidente Castillo? Ha sido incapaz de construir capital popular para enfrentarse a aquellos que “gobernaron en contra de los intereses del pueblo”, que es lo mínimo a lo que un político populista puede aspirar. Ha sido incompetente para mantener una comunicación cercana con la ciudadanía, con el pueblo. No ha dado ni una sola entrevista, lo que, en principio, cualquier asesor político le aconsejaría conociendo las debilidades del presidente. Sin embargo, eso lo ha convertido en la antítesis del populista: un arquetipo político alejado de la ciudadanía que gobierna desde el escritorio (o desde la casa de Breña).
Castillo cada vez se aleja más de los políticos populistas que monopolizan hasta la señal televisiva como lo hace Andrés Manuel López Obrador en México, y a quien Castillo ha recurrido en busca de consejos según lo ha confesado el mismo AMLO. El mandatario mexicano ha prometido socorrerlo, como buen padre acogedor, de las intentonas golpistas. Tal vez en esas asesorías puedan intercambiar las experiencias exitosas sobre los procesos de venta de un avión presidencial y, si no, por lo menos terminarán intercambiando aviones.
El presidente Castillo es impopular, pero no precisamente por su radicalidad izquierdista, sino porque cada vez es más frecuente que aparezca involucrado en investigaciones de corrupción, nombramientos indebidos y retrocesos en reformas vitales como la universitaria. Es impopular por parecerse cada vez más a los gobiernos que tanto denostó. Compadrazgos, reparto de favores y cuotas de poder, casi todos los pecados capitales cometidos por la derecha, solo que ahora no los cometen los felipillos ni los hombres de Castilla.
Lo que parece un avión que no quiere despegar es la izquierda progresista peruana que encabeza Verónika Mendoza, quien lleva días felicitando la elección de Gabriel Boric en Chile, quizá el espejo en el que se miran con mayor aspiración. Pero en Chile la izquierda progresista no sólo ganó las elecciones, sino que no traicionó ninguna de sus agendas programáticas progresistas y, por el contrario, las reafirmó en medio de un proceso político que agrietó fracturas históricas y que puede iniciar una auténtica transición hacia reformas más ambiciosas.
Pero, ¿se imaginan el ridículo vergonzoso que significaría para la izquierda chilena que Gabriel Boric monte en el avión presidencial a inmigrantes venezolanos para deportarlos fallidamente, como lo intentó hacer el Gobierno de Pedro Castillo hace unos días? Inmigrantes siendo deportados en Navidad, ¡qué brillante estrategia! Hagámoslo en una fecha cercana a la conmemoración del nacimiento de un bebé forastero en un pesebre ajeno. ¿Qué ha dicho la izquierda progresista peruana sobre esto? Nada, como en tantas otras veces en estos meses. Al callar las críticas ante estas inexcusables medidas del presidente Castillo, la izquierda progresista está construyendo un camino de claudicaciones políticas inexcusables que la hacen cada vez más inconsistente. ¿Ese es el Nuevo Perú que quieren construir?
Pero 2021 también nos permitió conocer el desvarío al que ha sido llevada buena parte de la derecha peruana, siendo aleccionada por los profetas del absurdo, que inventaron teorías del fraude electoral de las que picaron muchas de nuestras más admiradas plumas. Sermonearon a los más prestigiosos estudios de abogados de Lima quienes prestaron sus servicios para borrar del mapa electoral a cientos de miles de ciudadanos. Hubo un tiempo en que la derecha quería ganar los bolsones electorales populosos para demostrarle a la izquierda que podía disputarles esos votos rurales y marginales. Esa miopía los ha arrojado obstinadamente hacia las teorías de la conspiración y a la culpabilidad del Foro de Sao Paulo de todos sus males. Incluso Keiko Fujimori ha oficializado vínculos con VOX en una disputa bastante tragicómica por quién es más radical con Rafael López Aliaga. 2021 ha sido también el año de la emergencia del ala más radical de la derecha peruana que se ha expresado persiguiendo las disidencias, acosando a políticos y magistrados mientras posan orgullosos armados con lanzas, cascos y banderas con la cruz de Borgoña.
Felizmente las conmemoraciones del Bicentenario durarán hasta el 2024, cuando evocaremos los doscientos años de las batallas de Ayacucho y Junín, que pusieron fin al dominio colonial en América Latina, lo que le dará mayor tiempo al Gobierno y a la oposición para encaminar civilizadamente en un diálogo fructífero. Y si, finalmente, cada vez el mal menor termina siendo peor, como lo recordaba Carlos Iván Degregori, ojalá seamos capaces de encausar la frustración ciudadana en revisiones críticas de nuestro proyecto como país, como lo hicieron en su momento la generación del Centenario: Vallejo, Porras, Haya De La Torre, Mariátegui y Luis Alberto Sánchez, cuyos debates permitieron darle sustancia política e ideas al Perú del siglo XX.
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