El laberinto de escándalos de Pedro Castillo
¿Quién asumirá un cargo político en el Gobierno de Perú teniendo a Castillo como mandatario después de estas últimas semanas de putrefacción y desnudez?
Los lectores que quieran comprender por qué Perú está sumido otra vez en una convulsión política —de la que en realidad nunca terminamos de salir— no deben dejarse engañar por esa foto patética del populismo macondiano donde Pedro Castillo aparece sonriente mientras Jair Bolsonaro luce su sombrero. La semana pasada, después de meses de silencio, el presidente peruano enfrentó deplorablemente varias entrevistas que exhibieron su orfandad programática. Quiso mostrarse como una especie de hombre rousseauniano previo al contrato social, un cándido que había venido a aprender el oficio del político, las maldades, y al que había que tenerle paciencia. Si habíamos esperado 200 años por un hombre del pueblo, parecía insinuar, podríamos esperar un poco más. Pero ni es el cándido rousseauniano ni es que haya aprendido el mal descubriendo la actividad política. Al contrario: Castillo se encuentra inmerso en varias investigaciones graves por casos de corrupción que lo tienen como protagonista, despachando en la sombra; su impudicia ha llegado a ser tan escandalosa que algunos de sus exministros de izquierda —que se habían tragado ya varios esperpentos— le presentaron finalmente sus cartas de renuncia.
Si hace unos días se especulaba que nadie que tuviese estima por su reputación aceptaría un cargo a estas alturas, hoy sabemos que el presidente Castillo (o su Gabinete en la sombra o quien quiera que decida en estos momentos algo, si es que alguien decide algo) escogió precisamente como presidente del Consejo de Ministros a Héctor Valer, un personaje que sintetiza todo aquello en lo que ha devenido el Gobierno de Castillo: un ambulante y tránsfuga de la política, con un rosario de denuncias por violencia familiar y laboral, investigado por colusión, contaminación ambiental, y que incluso enfrentó un juicio por desalojo. Tres días duró en el cargo. El viernes, ante el rechazo masivo generado por la designación de Valer, Castillo se vio obligado a anunciar una “recomposición” del gabinete, la segunda en apenas una semana (y el cuarto gabinete en seis meses).
Pero ¿no acaban ustedes de salir hace poco de una elección?; ¿de qué se están quejando? Sí, pero en Perú las elecciones no procesan nuestras simpatías políticas sino nuestros odios, lo que hace que nuestras apuestas democráticas se puedan convertir rápidamente en pesadillas. En la última década aniquilamos a nuestros partidos políticos, que ya no representaban a nadie, y nos sentíamos orgullosos de eso. Eso, además de las crisis sanitaria y económica causadas por el coronavirus, que agigantaron las inequidades que lastran a millones de compatriotas en las zonas rurales, posibilitó que nos entregáramos a un nuevo experimento político. Un maestro rural llegó a la presidencia de la república entonando un cántico populista que corrió como pólvora por las plazas de nuestra serranía. Su aparición repentina, con números bastante raquíticos para otros procesos electorales, le bastó para pasar a segunda vuelta y ganarle a la eterna perdedora, Keiko Fujimori.
Desde hace meses, el Gobierno del presidente Castillo transita, intencionalmente, por un laberinto de escándalos políticos que lo sacuden semana tras semana. Como resumía Borges, el peor laberinto no es el de formas intrincadas que pueden atraparnos para siempre, sino una línea recta y precisa. El régimen del presidente Castillo apunta en línea recta a una repartija de cargos políticos cada vez más decadente. La única alianza que tiene hoy en el Congreso Perú Libre, el partido de Castillo, está afirmada en la destrucción de las escasas reformas institucionales positivas que se habían llevado a cabo en los últimos años, como la universitaria o la del transporte público. Su único contubernio a estas alturas es con los apóstoles de la informalidad. Y, cuesta decirlo, pero todos nuestros últimos congresos representaron más o menos esos intereses. El terrible dilema de la democracia peruana y al que tenemos que enfrentarnos con humildad y realismo es que una parte no menor de nuestra ciudadanía valora poco nuestras instituciones democráticas, convive en los márgenes de la ilegalidad, le saca la vuelta a la ley, quiere acortar los caminos porque cumplir con la ley les resulta muy oneroso. Esta crisis es solo un espejo que nos ha puesto delante de nuestra desnudez: es temible, como todo espejo (para seguir con la alegoría borgiana), porque duplica la realidad.
Si la representación política ha caído en tan hondo deterioro, más allá del diseño institucional y de las reglas de juego, habría que comenzar a aceptar que algunos de nuestros compatriotas ahogados por la crisis económica y sanitaria buscan salidas paraestatales. En un país donde la minería y el transporte informal dan empleo a miles familias, donde el contrabando mueve muchas economías regionales, donde a miles de estudiantes sus universidades mediocres los estafaron, donde las invasiones de terrenos son el negocio clandestino favorito de cientos de dirigentes sociales, es más probable y verosímil que nos gobierne Perú Libre o el fujimorismo antes que cualquier coalición republicana. Si no procesamos con lucidez y sin infantilismos esta certeza, ningún esfuerzo por reformar nuestras instituciones políticas echará raíces. Se ha abandonado la arena política, se la ha atacado y menospreciado y en el camino hemos creado una sociedad enemiga de la política como profesión.
Pero que sea muy difícil a largo plazo no significa esperar a que las condiciones del malestar democrático se agraven más. Acostumbrados a que los golpes de Estado y las tomas violentas del poder hayan sido la manera convencional en la que los autócratas populistas socavaron la democracia peruana como lo hizo Alberto Fujimori en los noventa, no podemos ignorar que hay otras formas más decadentes y sutiles de envilecer el aparato estatal y la democracia peruana. Descabezar ministerios para convertirlos en agencias de empleos, reunirse a escondidas con proveedores del Estado, falsificar documentos para rehuir investigaciones, sacar procuradores públicos de sus cargos sólo porque se atrevieron a denunciar al Gobierno, es parte de esas nuevas maneras de socavar la democracia desde adentro. Castillo y toda la caterva zalamera de incompetentes que hoy se aferran al cargo, en el fondo hicieron lo que muchos gobernadores regionales peruanos (que hoy están en prisión) han hecho durante muchos años: entrar al Estado, capturarlo y mamar de la ubre pública. Tanto discurso postcolonial metafórico y tanto mensaje de reivindicación indígena para terminar siendo el mismo Felipillo que abre las puertas de palacio a villanos decrépitos. ¿Para eso quería ser la voz de los olvidados? No debería sorprendernos tampoco que la izquierda progresista peruana haya intentado sacar cuerpo de las críticas: en su retórica gobiernista, hasta hace poco las crisis de corrupción de Castillo eran culpa de la derecha golpista. Si les damos unos días más, el relato oficial que defenderán es que la izquierda nunca gobernó al país, que les minaron el camino.
¿Qué salidas nos quedan del laberinto? Pedro Castillo no es un vigoroso líder populista, ni ha cosechado un capital político mayoritario ni consolidado un partido político demoledor. Castillo, preocupado por los molinos ideológicos y el reparto del poder, no ha impulsado ninguna reforma que represente a los sectores más postergados que lo respaldaron. Ha traicionado a su elector sin tan siquiera convertirse en un gobierno de derecha, sino en un mamarracho repartidor de prebendas. Le han estallado crisis y conflictos sociales allí donde ganó con casi el 98% de los votos, como en Chumbivilcas. Seguramente, como tanto se hace en política en las regiones del Perú, él y su cúpula creerán que todos los graves cuestionamientos se convertirán pronto en periódico de ayer. Creerá que todos los peruanos son como él, que no ven ni noticias ni leen diarios, y sus aduladores lo convencerán de aferrarse al poder, aunque haya perdido la confianza de la ciudadanía.
Ahora que la inviabilidad de Héctor Valer como primer ministro es un hecho —aunque ya era evidente que no iba a obtener el voto de confianza del Congreso— ¿quién asumirá un cargo político teniendo a Castillo como mandatario después de estas últimas semanas de putrefacción? Como sucedió con sus predecesores, las circunstancias políticas lo irán cercando y amilanando. Quizá, si algo de sensatez le queda a Castillo, podría ya estar contemplando seriamente su renuncia para evitar que, irremediablemente, lo terminen defenestrando del poder desde el Congreso. Pero Castillo, haciendo gala de insensatez, ha empoderado a su ministro del Interior para que salga a prohibir las protestas ciudadanas que se avecinan contra el régimen, como si no hubiera aprendido que la represión violenta de las protestas de noviembre de 2020 contra el expresidente Merino aceleraron su renuncia
Sin partidos políticos no hay coaliciones ni movimientos cuya palabra empeñada pueda contribuir a salir del laberinto. ¿Con quiénes van a negociar los políticos sus estrategias para solucionar este desbarajuste en el Gobierno sin partidos? ¿En los sets de televisión o en las radios? Si bien los partidos tradicionales no eran populares, por lo menos brindaban algún tipo de certezas a la hora de negociar en situaciones críticas. Pero al demonizar a los opositores, hemos perdido la capacidad de encontrar soluciones políticas fraguadas en el diálogo. La política peruana se convirtió en una disputa de héroes y villanos, donde el coro mediático rápidamente condenaba al ostracismo al adversario político maniqueamente. Y esa inmadurez y cortedad de horizontes políticos vuelven a estar presentes en nuestra clase política decadente. Una parte de la derecha peruana que sigue sin digerir las derrotas del 2011, 2016 y 2021, y que estaba convencida de que se enfrentaba al comunismo totalitario, ya comenzó a deslindarse de las movilizaciones convocadas contra el Gabinete Valer que sucederán estos días. Como bien ha dicho Anne Applebaum de los partidos de extrema derecha en Hungría y Polonia: si bien el discurso del “anticomunismo” fue muy importante hace 25 años, hoy no es sino “otra forma de hipocresía”. Ojalá nuestra clase política entienda que atravesar este calvario va a requerir líderes políticos con grandeza. No han sido pues los hombres de Castilla sino los de Castillo los que se están repartiendo los cargos y el tesoro público: ellos son los felipillos que “aprovechando un momento de caos y desunión, lograron conquistar al Estado”.
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