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Columna
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Un intruso en casa de Pizarro

Resultan hirientes las invocaciones a la moralidad en un Perú baqueteado por indecencias legalizadas, por principios, valores y conceptos fabricados para la aniquilación política

Pedro Castillo Peru
El presidente de Perú, Pedro Castillo, en una imagen de archivo.Guadalupe Pardo (AP)
Juan Jesús Aznárez

El criollaje limeño anclado en la cultura política del siglo XIX recibió la investidura presidencial de Pedro Castillo como si la chola libertaria Petronila Infantes hubiera sido elegida magistrada del Supremo. Contrariamente a su progresivo alzamiento en Bolivia y Ecuador, lo indígena no existió en las instancias públicas de Perú, donde el poder de los gamonales y las oligarquías familiares fue absoluto desde 1895 hasta 1968. Metamorfoseado en camarillas, se prolongó financiando campañas contra los gobiernos hostiles hasta la irrupción del maestro que amenaza el control de las élites sobre los negocios y el Estado y las relaciones de servidumbre y discriminación étnica. Este año le combatirán frontalmente.

Independientemente del ideario y sombras de Castillo, el virus de la sociedad estamental parece contaminar las recusaciones parlamentarias de 12 nombramientos ministeriales con mosqueantes audios, imputaciones mediáticas y pretéritas simpatías senderistas. La alcurnia blanca de uno de los países más conservadores de América Latina no quiere a un cholo subversivo en la Casa de Pizarro. La anarcosindicalista Infantes también revolucionó La Paz con sus protestas de 1935 contra el pensamiento racista, clasista y patriarcal, la explotación de las trabajadoras domésticas y el matrimonio, que tenía por negocio de curas y notarios.

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Mario Vargas Llosa escribió en La utopía arcaica: José María Arguedas y las ficciones del indigenismo que el racismo era omnipresente en la serranía: los blancos desprecian a los indios y a los mestizos, los mestizos, a los indios, alentando un sordo resentimiento contra los blancos, y todos ellos desprecian a los negros. Los años pasan pero el prejuicio permanece. El indígena reivindicador de derechos fue satanizado durante generaciones inoculándole su inferioridad y predestinación al vasallaje, estableciéndose jerarquías asociadas al sexo y la raza, naturalizadas como eternas.

Castillo se acerca al semestre reiterándose contra la desigualdad y la pobreza, más enemigas de la democracia y los derechos civiles que las previsibles estatizaciones de un mandatario abducido por el conservadurismo social y la república de Dios del XVI, vivificada en su rechazo del aborto, el matrimonio homosexual y la igualdad de género en el currículum escolar. El intruso afronta maquinaciones para derrocarlo con el artículo constitucional que autoriza su destitución por “incapacidad moral”, o sea corrupción, idiocia gubernamental o mal de altura, según convenga a la guillotina del Congreso.

Resultan hirientes las invocaciones a la moralidad en un país baqueteado por indecencias legalizadas, por principios, valores y conceptos fabricados para la aniquilación política. Si por sus obras los conoceréis, las del segregacionismo institucional son odiosas. Las realizaciones de Castillo aún no son objetivables porque batalla a diario con una oposición empeñada en expulsarle, casi como cuando las señoronas paceñas pedían a la autoridad que desalojase de los tranvías públicos a las cholas de pollera y canasta porque olían mal y los mimbres del cesto les rasgaban las medias.

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