Redistribuir el miedo
La brecha entre las personas que tienen una vida tranquila y las que viven con un recelo permanente está aumentando
El buen Estado de bienestar es el que redistribuye bien el miedo. No puede hacerlo desaparecer. El temor —a perder tu trabajo, tu casa, tu salud— está siempre ahí. Es consustancial no sólo a la sociedad capitalista, sino a la naturaleza humana. Pero puede estar bien o mal repartido, que es lo que ocurre en España. Además, la brecha entre las personas que tienen una vida tranquila y las que viven con un recelo permanente está aumentando.
Esta fractura social, de la que hablamos poco, está relacionada con la desigualdad de renta, de la que discutimos mucho, pero es distinta y más relevante. Pues, para cualquiera, minimizar el miedo es preferible a maximizar el dinero. Casi todos elegiríamos un sueldo indefinido de 2.000 euros al mes de un empleador estable antes que 5.000 de un empresario impredecible. Pero, en nuestro país, gobiernos, sindicatos y patronales, de todos los colores y sectores, han contribuido a una fuerte segregación social del miedo.
Un ejemplo es la brecha entre trabajadores y pensionistas. Como sucede en cualquier nación sensata, lo lógico es que quien trabaja gane bastante más que quien se ha jubilado, porque sufre un miedo estructural más elevado: necesita más recursos (para independizarse, criar hijos, educarse o invertir en un negocio) y, a diferencia del pensionista, no tiene garantizados sus ingresos de por vida. Pero, tras subir el doble que el sueldo medio en los últimos lustros, la pensión media en España es ya superior al sueldo más habitual.
Otro ejemplo son las dualidades múltiples en el mercado de trabajo: dentro del sector privado (entre jóvenes precarios y mayores estabilizados); dentro del sector público (entre los provisionales eternos, como los médicos con 18 años de contratos temporales, y los que tienen la plaza “en propiedad”); y entre el privado y el público (comparen los sueldos de un administrativo en una pyme y en una Administración).
Esta flagrante “desigualdad emocional” no es sólo mayor que en los idílicos países nórdicos, sino también que en los anglosajones, tan criticados (y con razón) por su elevada desigualdad económica. Por tanto, la responsabilidad no recae en inevitables fuerzas globales e históricas fuera de control, sino en nuestros políticos y agentes sociales. En una de las naciones donde más se oye hablar de justicia social, hemos decidido ser marcadamente injustos. @VictorLapuente
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