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Columna
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Te cortaré en trocitos

La misoginia nos devuelve a las sabinas. Muchas de nosotras despertamos en el feminismo al observar la cara de terror de una de ellas: intentaba huir de su violador. Aquella mujer esculpida por Juan de Bolonia nos salvó la vida

'El rapto de las Sabinas', de Juan de Bolonia.
'El rapto de las Sabinas', de Juan de Bolonia.

Grandes masas de carne blanca y tierna impresas en una decena de folios ocupan parte de la superficie de la mesa en la que trabajo. Son sostenidas por fuertes brazos bronceados, agarradas por dedos firmes que aprietan axilas, gemelos, cinturas y muslos. Son, las masas de carne, porcelana frágil a punto de quebrarse, arrastradas con determinación por otros cuerpos más fuertes, los de hombres airados que, a diferencia de ellas, van vestidos.

Llevo varios días leyendo sobre grupos de individuos que han construido espacios peligrosos para las mujeres gracias al anonimato de las redes. Los ínceles (abreviatura de la expresión inglesa involuntarily celibate) aseguran que el mundo les ha sido arrebatado por las feministas, redactan manifiestos y pasan a la acción para recuperar un espacio que piensan que les pertenece. “Solo si redescubrimos nuestra masculinidad”, afirma uno de ellos, “seremos viriles. Y solo cuando seamos viriles seremos capaces de defendernos”. Algo muy similar defiende el autor estadounidense de extrema derecha Jack Donovan: quiere destruir una sociedad feminizada que, según él, se burla de los hombres. Leo sus manifiestos y me parecen ridículos, pero de inmediato aparece el terror, porque después de colgarlos en redes o grabarse defendiéndolos, son capaces de torturar y matar a mujeres por el simple hecho de haberse sentido rechazados por ellas. “No sé por qué no os atraigo a vosotras, chicas, pero os voy a castigar por ello… Finalmente, veréis quién soy de verdad, el ser superior, el auténtico macho alfa”, dijo Elliot Rodger antes de asesinar a seis personas en el campus universitario de Isla Vista (California).

En esta línea de lo ridículo, Donovan apunta que El rapto de las Sabinas, “mito fundacional por excelencia del hombre y la civilización” (leed a Susanne Kaiser), es su escenario ideal: exige que se acepte la masculinidad violenta. Mary Beard nos alerta sobre lo peligroso que es la aceptación de algunos de los legados del mundo antiguo como la violencia sexual o el poder del hombre por ser hombre. Estos hombres ven en las sabinas un cúmulo de carne que les pertenece, pero que únicamente pueden poseer con violencia: la carne de las mujeres es el blanco de su ira más profunda. Yo misma pude visualizar la mía cortada porque un hombre detalló en un manifiesto que colgó en internet cómo iba a proceder cuando se cruzara conmigo: lanzaría mi carne troceada a los mendigos y guardaría los pezones en una fiambrera para su “propio disfrute”.

Tengo varias impresiones de algunas de las representaciones del supuesto mito fundacional (Rubens, Poussin, Giordano, Ricci, Da Cortona, Picasso), por eso mi mesa está llena de carne (¿por qué damos por sentados la desnudez o el abuso femenino en la pintura?, se pregunta Mary Beard), pero hay una representación que me increpa directamente porque no es como el resto: en 1799, Jacques-Louis David, seguramente influenciado por la primera ola feminista y el trabajo de la pensadora Olympe de Gouges, pintó no la violación de las sabinas, sino una escena posterior, el momento en que el pueblo regresa para rescatarlas. Estas ya son esposas y madres de ciudadanos romanos, y gracias a ellas, se evitará en el episodio mitológico la violencia que los ínceles reclaman para el siglo XXI. Pinta, David, a una mujer en el centro de la composición que no necesita mostrar los pechos porque se erige como sujeto (aclaración: el asunto que me ocupa trata de la mirada patriarcal, reventada esa mirada, cada una de nosotras puede hacer lo que le venga en gana con sus pechos). Su rostro es sereno y convincente. Se aleja de un modo radical de las expresiones de dolor y desamparo de las mujeres del resto de las pinturas.

La misoginia nos devuelve a las sabinas. Es curioso, porque muchas de nosotras despertamos en el feminismo al observar la cara de terror de una de ellas: estaba tallada en mármol blanco e intentaba huir de su violador en la Loggia Dei Lanzi, en Florencia. Aquella mujer esculpida por Juan de Bolonia nos salvó la vida.

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