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Columna
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La belleza de estar viva

Me escondo en mi cuerpo y duermo mucho, como la mujer cansada y silenciosa que vivía tumbada de espaldas a un jardín

Louise Bourgeois
Pañuelo bordado de Louise Bourgeois.P. B.

“He estado en el infierno y he vuelto. Déjame decirte que fue maravilloso”, bordó Louise Bourgeois sobre un pañuelo. Durante un tiempo conseguí encontrar belleza en lugares oscuros y fui capaz de contemplarla en la más absoluta soledad, mientras mi alrededor olía a orín y a deshechos. En alguna ocasión pensé que la oscuridad era un camino que había de transitarse porque conducía a un lugar mejor. La experiencia con las maternidades, por ejemplo, que en mi caso ocupó muy poco espacio físico (cuerpo que muta, náuseas, aborto, reposo) y que no se alargó mucho en el tiempo. Hacía todo aquello —buscar la belleza en la mugre— con cierta ingenuidad, porque rechazaba un mundo que construimos de espaldas al dolor y hemos envuelto casi en su totalidad con un papelito brillante de purpurina perfectamente comercializable.

Conocí a una mujer que un día decidió no levantarse de la cama y allí se quedó más de veinte años. Su hermana la visitaba a diario y le preparaba el desayuno, la comida y la cena. La mujer emitía un olor rancio aunque la hermana la lavara y mantuviera limpio un cuarto en el que solamente había una mesilla, una silla y un gran ventanal que daba a un jardín que quedaba detrás de la cama. Murió en aquella habitación en silencio, sin nada más que el canto de los pájaros. Conocí a otra mujer que perdió a un marido joven que a medida que pasa el tiempo va quedando atrás, como un chiquillo. “Siempre fue un año mayor que yo, pero ahora le llevo siete”. Muchas veces sentí que me acercaba a esos infiernos caminando de puntillas, con la suerte de tener un cuerpo joven preparado para echar a correr en cualquier momento. Después pensé que aquello podía no ser un infierno, sino la vida. El infierno había de ser sin duda un lugar al que alguien te arrojaba injustamente y donde se te hacía pagar por algo que no habías hecho.

Llevo unos días buscando esa belleza sin mugre, pero me cuesta mantener la cabeza serena. Amaso un poco de barro, abro un libro que no leo, salgo a caminar. Me escondo en mi cuerpo y duermo mucho, como la mujer cansada y silenciosa que vivía tumbada de espaldas a un jardín. Muchas veces, si el daño que se le inflige a alguien es constante y se alarga en el tiempo, uno puede llegar a sentirse miserable y a pensar que nada vale la pena. Puede apagarse y desaparecer del mundo en silencio, dejando la agresión en la oscuridad y al agresor fortalecido y dispuesto a seguir atacando mientras los pájaros cantan en el jardín.

Hoy me contactó una señora que había encontrado un escrito detrás de una luna que colgaba de la pared del comedor de su madre desde hacía más de cincuenta años. Me decía que el texto lo firmaba un señor que se llamaba como un personaje de mi último libro. Le puse al personaje el nombre real de mi abuelo, que fue quien me enseñó a sentir la belleza de estar viva y me aconsejó ponerme al servicio del bien. La familia de la novela se dedica a la venta de muebles y tiene una nave llena a rebosar de habitaciones de matrimonio colocadas en tarimas, de pasillos con esculturas de mujeres sin brazos que se recortan en la oscuridad de las tinieblas. El abuelo tiene su taller al final de la tienda, y la niña suele atravesarla corriendo, con el sabor de la sangre en la garganta. Al fondo de la masa oscura hay un hilillo de luz, y cuando coloca la mano en la raja vertical y aparta la cortina, el mundo de la niña sale de las tinieblas y se baña en oro.

Mi abuelo anotó en aquella luna la dirección de la tienda, por si por una de aquellas se les rompía, y a decenas de años y kilómetros leo unas palabras que no podían llegar en mejor momento. Veo la grieta de luz en la que habré de introducir la mano. He estado en el infierno, pero ya vuelvo. Espero que el regreso sea maravilloso.

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