Sí, hacía todo lo que él decía. Como siempre. Todavía lo hago
Autoras como Paula Rego nos dejaron obras que nos recuerdan que vivimos en una sociedad que es mortal para nosotras
Rebecca Solnit dijo que la violación es el único crimen que se romantiza. Llevo un tiempo intentando identificar otras violencias también normalizadas en nombre del amor romántico, queriendo destruir una estructura mental machista que llevo grabada a fuego y señalar aquello que, disfrazado de un leve y adictivo mariposeo en el estómago, ha coartado mis libertades. Escribo esto con la intranquilidad de saber que el hombre que lleva un tiempo acosándome ha sido puesto en libertad a pocos días de la celebración de un juicio que hace semanas que me tiene inquieta.
Escribo en pijama porque, por seguridad y para mantener conmigo una fuerza que he amasado estos últimos meses, he de limitar mi presencia pública, así que hoy no saldré de casa. Me había propuesto perderme en los catálogos de pintura de las autoras que más admiro y desaparecer del mundo, pero resulta que esas autoras nos dejaron obras que nos recuerdan que vivimos en una sociedad que es mortal para nosotras. “Una vez, mi abuela me dijo: ‘Debes obedecer a tu marido. Nunca puedes contrariarle, nunca digas nada en su contra, y nunca le enfades”. En el documental Los secretos de Paula Rego, la pintora afirma que nunca hizo caso de ese consejo, pero minutos más tarde, cuando su hijo le pregunta cómo conoció a su marido, responde que fue a causa de algo que prácticamente podría considerarse una violación: ella estaba en una fiesta y, al alejarse del grupo, notó unos pasos a su espalda. Se giró y un hombre le dijo: “Ven aquí”. Después le ordenó que se quitara las bragas. Ella era virgen. “No reaccioné diciendo ‘¿qué?’, lo hice sin más”, afirma. Víctor Willing era uno de los pintores más respetados del momento y Rego era la mujer afortunada en la que se había fijado. La siguiente “cita” fue parecida: coincidieron en la calle y él la llevó a su estudio porque quería pintarla. Desnuda, por supuesto. “¿Eras buena modelo?”, pregunta el hijo. “Sí, hacía todo lo que él decía. Como siempre. Todavía lo hago”.
La mayor parte mi vida la he pasado rodeada de mujeres. En el colegio sólo había siete chicos en un aula de un total de cuarenta alumnas. Empecé a estudiar la carrera y mis padres me internaron en un colegio mayor que los hombres no podían pisar. Cuando compartí piso por primera vez lo hice con otras tres chicas. Casi siempre he estado con otros cuerpos que eran como el mío pero que admiraba como nunca había hecho con el propio. Cuerpos con pechos pequeños, con pechos colgantes, con piernas largas, con tripas duras, con culos bajos, con pies gigantes, con pelos negros-rojos-rubios, con cuellos largos, con acné, con la piel clara, con pelusilla en el bigote, con brazos generosos rebosantes de carne. Cuerpos que abrazaba y olía y con los que alargaba sobremesas, tardes de lectura y noches de borrachera. Cuerpos con bocas que hablaban entre ellas sobre un deseo que solo podía entenderse con respecto a otro cuerpo del único otro género que nos habían explicado que existía. Las mujeres hablábamos sobre los hombres. Qué hacer para que alguno nos hiciera caso y tácticas para retenerlo después. Y si una noche la mano se deslizaba por uno de aquellos pechos pequeños, besaba un cuello que olía a Amor-amor de Cacharel o se metía en un coño que pinchaba, había sido un error, un experimento, una consecuencia del exceso de Malibú con piña. Teníamos un profesor que solía interesarse por nuestra vida sexual (acabó formando parte activa de la de alguna de nosotras), y un día, sentando cátedra, nos dijo que era posible que aquello de toquetearnos volviera a repetirse, pero que no iría más allá porque era con ellos con quienes teníamos que estar.
Querer a los hombres, cuidarlos, complacerlos, formar una familia donde ellos estarían al mando aunque nosotras aportásemos más dinero o la casa. Y explicarles a nuestras hijas —a las que gestaríamos, pariríamos, amamantaríamos, lavaríamos, vestiríamos y regalaríamos todo nuestro tiempo disponible— todo lo que habíamos aprendido para que ellas también pensaran que estaban siendo felices en aquella vida que alguien había decidido que les correspondía.
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