Sexo, sudor y lágrimas en el diván de Paula Rego
El Museo Picasso lleva a Málaga la gran retrospectiva que la Tate de Londres consagró a la artista portuguesa, también protagonista en la Bienal de Venecia
En 1995 Paula Rego pidió a su segunda hija, Victoria, que posara para ella con el vestido estampado que la madre llevaba puesto cuando se casó con su padre, Victor Willing, muerto en 1988 a causa de una esclerosis múltiple diagnosticada 20 años atrás. Rego se sentía culpable por haberlo descuidado en favor de sus amantes y acudió a su herramienta favorita para tratar de comprender lo que le pasaba: la pintura. El resultado se titula Amor. Cuando lo empezó, la artista lisboeta llevaba apenas unos meses utilizando el pastel, la técnica que terminó por convertirse en su predilecta. “La barra”, afirma, “es más fiera [que el pincel], mucho más agresiva”.
De hecho, en sus cuadros la agresividad de la forma corre paralela a la del tema y, aunque de forma soterrada a veces, a la fiereza del impulso mental de ambos. Siete años después de la muerte de su marido, con el que mantuvo una relación abierta, la artista seguía completando en el estudio las sesiones de psicoanálisis a las que asistía desde que en 1966 cayó en la depresión. También seguía convirtiendo en universal la parte más dolorosamente autobiográfica de su trabajo. Así, obras como Amor, Mujer perro, Novia o Faja son el gozne entre la Rego más multitudinaria y la más solitaria, la más sintética y la más analítica.
Las dos están bien representadas en la estupenda exposición del Museo Picasso de Málaga, comisariada por Elena Crippa, responsable de Arte Británico Moderno y Contemporáneo en la Tate Britain de Londres, institución que hasta octubre pasado presentó una versión ampliada de esta muestra: 100 obras frente a 80. Fue la consagración definitiva de la artista en la patria adoptiva que sus padres habían elegido para ella cuando la enviaron con 16 años a estudiar a Kent tratando de liberarla del misógino y opresivo Estado Novo. Su protagonismo en la Bienal de Venecia recién inaugurada no ha hecho más que subrayar su lugar en el canon.
Con todo, fue más fácil sacar a Paula Rego de Portugal que a Portugal de Paula Rego. Basta pensar en óleos como Salazar vomitando la patria (1960) o Cuando teníamos una casa en el campo dábamos fiestas maravillosas, y luego salíamos y matábamos negros (1961). Esos cuadros se mueven en los límites de la abstracción, pero sus títulos no dejan lugar a dudas sobre su crítica a la doble colonización extractivista del salazarismo: la de Angola y Mozambique y, a la vez, la de los cuerpos femeninos. Si la dictadura trataba de reducir estos a su papel reproductor, la artista se empeñaba en resignificar ese rol con un simbolismo poco complaciente. Para ella, madre de tres hijos, parir “era como echar un gran polvo, una sensación a un tiempo sexual y dolorosa”.
La familia, la infancia y el catolicismo atraviesan la obra de una artista libérrima que vomita pintura y se muestra capaz de convertir el triángulo amoroso del que forma parte en un cuento expresionista protagonizado por un mono, un oso y un perro mutilado. Y capaz, por supuesto, de dar una perversa vuelta de tuerca a textos de por sí perversos como Las criadas, de Jean Genet, o El crimen del padre Amaro, de Eça de Queirós.
Aunque en el Reina Sofía de Madrid pudo verse en 2007 una retrospectiva todavía mayor que la de la Tate y que la del Picasso, esta tiene la ventaja de llegar hasta 2009 y recoger las últimas composiciones a gran escala de Rego (de 87 años). En un tiempo saturado de imágenes, son el culmen de una indagación sobre la capacidad de la pintura y el dibujo para hablar de la trata de mujeres (Carga humana, 2007-2008), el aborto clandestino o los trastornos mentales: impresiona ver en una sala marrón los siete cuadros de la serie Posesión (2004), en la que la modelo Lila Nunes imita posturas sacadas de las fotografías con las que el neurólogo Jean-Martin Charcot, maestro de Freud, tiró por tierra las tesis sobre el histerismo que desde antiguo conectaban mente y útero (en griego, histeria).
En el mismo 2009 se inauguró en Cascais la maravillosa Casa das Histórias Paula Rego, un museo diseñado por Eduardo Souto de Moura en medio de un parque y a unos metros del Atlántico. Aunque, en efecto, el elemento narrativo siempre ha estado presente en su trabajo, la obra de Rego no puede reducirse a relato, tesis o icono. En ella conviven Arthur Rackham y Walt Disney, Dubuffet y Goya, la Joyce Carol Oates de Haunted y el Tintoretto más desatado, pero en ella lo grotesco es, antes que un tema, un lenguaje, una forma.
En sus cuadros —rotundamente icónicos, cierto— lo decisivo es algo imposible de captar en una reproducción: la propia materialidad, lo exclusivo del dibujo y de la pintura, el modo en que una línea perfila un escorzo o un grumo de cera arañado congela el dolor que retuerce una cara.
Paula Rego no tiene miedo al mito ni al concepto. Ni al humor. Un día su hijo Nick, director de Secrets & Stories, el documental sobre su obra que puede verse en Netflix, le preguntó por qué había hecho posar a su hermana para Amor y si era porque estaba embarazada de ella cuando se casó. Respuesta de la madre: “Porque le cabía el vestido”.
‘Paula Rego’. Comisaria: Elena Crippa. Museo Picasso de Málaga. Hasta el 21 de agosto.
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