El túnel
Subí al taxi, me acomodé, miré al conductor a través del espejo, le dije: “Lo siento, no logro recordar adónde iba”. Poco después se detuvo ante un tanatorio. “Aquí es”, dijo
Subí al taxi, me acomodé, miré al conductor a través del espejo, le dije: “Lo siento, no logro recordar adónde iba”. “Lo llevaré de todos modos”, dijo él. Arrancó, giramos a la derecha, cogimos luego una calle que apareció a la izquierda y en la que había, por alguna razón inexplicable, muchas carnicerías. Atravesamos luego una avenida que me recordó la de los Campos Elíseos, de París, desde la que nos internamos en un callejón estrecho como una idea obsesiva por el que fuimos a dar a una de las vías de circunvalación de la ciudad. Poco después se detuvo ante un tanatorio. “Aquí es”, dijo el taxista.
Me bajé, entré en el edificio, cuyo vestíbulo recordaba al de un hotel de cuatro estrellas, y reparé en un panel como el de los aeropuertos en el que figuraban los nombres de los fallecidos y la sala en la que se hallaban. Yo era uno de ellos. Se me podía encontrar en la sala 15, a la que acudí con una docilidad que no me es propia. Distinguí enseguida a mi mujer, a mis hijos, a mis hermanos y demás parientes y amigos que departían con gravedad formando grupos que parecían grumos. Me acerqué al escaparate para ver el cadáver y se trataba, en efecto, del mío. Me pregunté por qué había llegado yo más tarde que mi cuerpo sin encontrar respuesta, aunque me vino a la memoria lo que ocurre a veces en el cine, cuando la voz no está sincronizada con la imagen, de modo que los personajes cierran la boca cuando hablan y la abren cuando callan. Un inconveniente de orden mecánico, en fin, que estaba a punto de arreglarse.
Atravesé sin problemas el cristal y me introduje en mi cuerpo, que se convirtió en un túnel por el que llegué misteriosamente al volante de un taxi fantasma. Al poco, me detuvo un cliente desorientado, pues no recordaba adónde se dirigía. “Lo llevaré de todos modos”, dije yo. Y lo acerqué al tanatorio.
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