El legado de un mártir
Un país que tiene problemas a la hora de recordar a los que dieron su vida por la democracia, como Miguel Ágel Blanco, es un país que tiene un problema político serio que los políticos deben solucionar
Hoy hace 25 años Miguel Ángel Blanco comió en casa de sus padres, salió en dirección a la estación de Ermua y tomó el tren para asistir a una reunión de la consultoría donde trabajaba. Esa tarde de jueves, al bajar del tren en Eibar, una terrorista abordó al hijo de Consuelo y Miguel y lo condujo hacia la calle donde estaba aparcado un coche en el que esperaban dos terroristas más. Tres horas después, ETA comunicaba que lo mataría si el Estado no traslada sus presos a cárceles del País Vasco antes de las cuatro de la tarde del sábado. El Gobierno no cedió al chantaje mafioso y los terroristas ejecutaron a un hombre de 29 años que, como tantos cargos públicos del Partido Popular y el Partido Socialista en el País Vasco, ya era un mártir antes de su secuestro y asesinato. Herido de muerte, lo abandonaron en un monte.
En la segunda acepción del Diccionario de la Academia se define al mártir como la “persona que muere o sufre grandes padecimientos en defensa de sus creencias o convicciones”. Desde que en 1994 ETA adoptó la decisión estratégica de matar a representantes de la soberanía popular, la condición de mártires de la democracia estuvo asociada al ejercicio de servicio público de los cargos electos de esos dos partidos de ámbito nacional. Porque comprometerse allí implicaba estar en la diana.
No había duda posible desde el 23 de enero de 1995. Ese día un terrorista entró en el bar La Cepa del casco antiguo de San Sebastián, se acercó a la mesa donde Gregorio Ordóñez estaba comiendo junto a un grupo de compañeros de partido y le disparo en la cabeza. Hacía pocos días que Miguel Ángel Blanco lo había conocido en un acto de los populares. Al cabo de cuatro meses ese modesto dirigente de Nuevas Generaciones —ese hijo de la gran epopeya española del siglo XX: la inmigración interna de posguerra a las zonas industriales para dar futuro a sus hijos— ocupó el número tres en las listas de su partido para las elecciones municipales que se celebraron el 28 de mayo. Obtuvieron buenos resultados, él sería edil. Además del trabajo, la familia y tocar la batería en un grupo, parte de su tiempo lo dedicaría a la defensa de sus convicciones desde la oposición en una administración local.
Cómo no recordar dónde estábamos. Ese sábado de verano comíamos en casa de un amigo en el barrio de La Salut. Las ventanas estaban abiertas, las campanas de las iglesias cercanas ocupaban el silencio del comedor y nos imponían la gravedad de esas horas de angustia. Tal vez nadie lo expresó mejor que Iñaki Gabilondo cuando le tocó improvisar unas palabras en la concentración multitudinaria que se organizó en Madrid. “Existe una patria por encima de todas las patrias: la patria de la dignidad del hombre. Y existe una ideología por encima de todas las ideologías: la de la vida y de la libertad”. Desde ese día siento que, en último término, mi patria es la de quienes durante esas horas compartimos hermanados primero una esperanza sin fe y después el dolor y la indignación.
Fue una experiencia transformadora. Fue un sentimiento tan mayoritario en todo el país, también en el País Vasco, que la preservación de ese legado sí es una obligación de memoria cívica que trasciende los partidos porque debe comprometer a los demócratas de hoy. A todos. Y parte de ese compromiso implica ir más allá de la controversia polarizadora que descose la comunidad, porque ese legado de vida y libertad es un patrimonio compartido y honorable que exige el reconocimiento de los mártires y la unidad de nuestros representantes para ser dignos de aquel sacrificio. Lo otro es imperdonable. Un país que tiene problemas a la hora de recordar a los mártires de la democracia es un país que tiene un problema político serio. Y sus líderes, más allá de intereses parlamentarios o electorales, tienen la obligación de solucionarlo.
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