Boca abierta
Mientras el Sol bajo la constelación de Tauro alcanzaba el solsticio de verano yo estaba tumbado en la camilla de una clínica dental
Este año he celebrado el solsticio de verano a mi manera. El martes 21 de junio por la mañana me encontraba tumbado en la camilla de una clínica dental con la boca abierta a merced de la joven odontóloga que procedía a extraerme la muela del juicio que me quedaba. Era el minuto exacto, 11.14 en horario peninsular, en que en nuestro hemisferio se producía el solsticio de verano. En el instante en que el Sol alcanzaba el punto más alto sentí crujir un hueso en mi encía dormida y enseguida apareció ante mi vista el molar trincado con unas tenazas. “Mírala, aquí está”, me dijo la doctora, “puede que te saliera cuando tenías 18 años”. Sería aquel verano en que sentado en un sillón de mimbre en la terraza del Voramar trataba de coronar sin éxito La montaña mágica o tal vez preparaba un examen sobre la Física de Aristóteles, quien, por cierto, afirmó que las mujeres tienen una muela menos que los hombres y pese a que, según su teoría, el conocimiento se fundamenta en la observación, no se le ocurrió pedirle a su mujer que abriera la boca para contárselas. ¿Acaso en la antigua Macedonia no hubo una muchacha que en algún banquete de Platón soltara una de esas carcajadas ebrias de felicidad que deja toda dentadura resplandeciente al sol? Cuando esta muela del juicio afloró en mi encía, con 18 años, no sabía qué hacer con mi vida. Tal vez creía que escribir era la mejor forma de huir hacia ninguna parte detrás de un sueño. La mañana de 21 de junio no pude pensar en los ritos del solsticio de verano que se celebran por todo el mundo. No imaginaba hogueras en la playa, ni baños en el mar bajo las estrellas, ni bailes, canciones y risas en la oscuridad en la noche de san Juan. Mientras el Sol bajo la constelación de Tauro alcanzaba el solsticio de verano yo estaba tumbado con la boca tan abierta que la odontóloga me dijo: “No tanto, que yo me quedo fuera”.
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