A Eva y su bebé no las mató un aristócrata
La ranciedad no está en la aristocracia sino en nosotros, mirones morbosos de las desgracias más entretenidas
Ya sabemos que todos somos iguales, pero unos son más iguales que otros. Y el caso del asesinato cometido por Fernando González de Castejón, conde de Altarés y marqués de Parijáa, unas dinastías que muchos no sabíamos ni que existieran, demuestra la fascinación que aún ejerce el abolengo social. Nos podemos preguntar si la ranciedad no está en la aristocracia, sino en nosotros, que aún la miramos con la boca abierta.
Hace seis meses, un hombre que responde a las iniciales J. R. C. asesinó (presuntamente) a Eva Jaular Montes y a la hija de ambos, de solo 11 meses. Dejó sus cadáveres tirados en el corral de una casa deteriorada, pobretona, de tejas desiguales y fachada desconchada de Liaño de Villaescusa, una zona de Cantabria que nada tiene que ver con el glamur del Sardinero o Santillana y menos aún con la calle Serrano de Madrid, donde ocurrió el crimen aristocrático.
Eva Jaular era una simple camarera en las temporadas de verano, tenía otros dos hijos de una pareja anterior y todos sus compañeros la han descrito como alegre, simpática, sencilla. Una mujer común. 40 años. Su expareja tenía antecedentes por violencia de género y una orden de alejamiento que rompió y volvió a romper la víspera. Ella recurrió a la Guardia Civil, que no hizo ni puñetero caso y eso conllevó el expediente a tres agentes que se abrió en febrero. Una triste historia a la que nadie ha prestado mucha atención: ni lo hicieron los agentes, que tras varios avisos no le detuvo, ni lo hizo en gran medida la prensa, ni lo hizo una sociedad que observa las noticias como una fuente de entretenimiento.
Pero el crimen aristocrático es otra cosa. El crimen aristocrático en el corazón del Madrid más rico y exclusivo ha despertado todo tipo de análisis y despliegues televisivos en torno al personaje siniestro que albergaba armamento y simbología fascista. La sociedad se ha vuelto a preguntar si los ricos matan tanto como los pobres y los expertos han tenido que volver a recordar, una vez más, que la violencia de género no distingue barrios, clases sociales ni edades. Ocurre en todos ellos.
La tristeza es contemplar que, aunque la violencia de género sea igual para todas, nosotros, público hambriento de morbo, no concedemos a todas las víctimas la igualdad. Ni la tuvieron en la vida. Ni la tienen en la muerte.
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