Casa de Fuego
La casa de Fuego no es ni ha sido sólo hogar: es un cine de pantalla íntima, un jardín de diversos aromas, unas habitaciones repletas de fotografías y recuerdos, vallenatos impalpables y papeles como alas de mariposas que se multiplican sin aviso
A menudo vuelvo en sueños a la casa de Fuego. Vive allí –ya para siempre—una pareja que vive feliz por lo menos un siglo de soledad compartida; hubo ayeres en que visitaba a sus hijos y luego llegó el futuro para conocer a sus nietos y llegar a mis propios hijos, como quien los los presentaba ante el templo. Siempre llevé rosas amarillas en manojos amplios de ritual, hasta el lloroso día en que llevé flores blancas en ramos largos de silencio. La pareja comparte el mismo apodo y serán Gabos para todos los tiempos del cólera, confinamientos futuros y demás pandemias. Aquí vivían con sus dos hijos cuando los vecinos escribieron amor con flores sobre la calle, la mañana en que llamaron de Estocolmo para anunciar un Nobel y aquí vivían conforme llegaron las nueras, los nietos y un perico llamado Carlitos. Aquí vine desde el primer libro para pedir bendiciones y aquí mismo me contrató para su revista Cambio y aquí mismo tenemos tantas razones en común sus dos hijos que habitaron este Fuego y Álvaro Mutis al timón de sus versos y el oleaje de por lo menos una novela y los orígenes de una editorial equilibrada por uno de sus hijos y Dieguito García Elío, a cuyos padres está dedicada la más grande novela en dignas polendas con el Quijote de Cervantes, cuya osamenta hallaron en la jungla de la imaginación los hombres que fundaron Macondo, cerca de un río con piedras como huevos de dinosaurio.
Una de las nietas de esa selva entrañable se llama Emilia García Elizondo y dirige la casa de Gabriel García Márquez, sita en la calle de Fuego, allí donde el hijo mayor fotografió a los Gabos en pijama (ella de pantuflas y el escritor con zapatos blancos) al amanecer del Nobel, allí mismo donde su hijo menor organizó no pocas horas de son jarocho, boleros y mucha música para que Gabo cantara de memoria todas las letras que evaden al olvido… allí mismo, donde se fue Gabo entre mariposas amarillas una mañana en que se estrelló una ave contra la ventana de su habitación, quizá creyendo que era un espejo de la novela donde ese mismo día—un idéntico Jueves Santo—se estrellan en una ventana como párrafo toda una parvada de pájaros para despedir a una de las amarantas o úrsulas o remedios de esa novela infinita llamada Cien años de soledad que no se escribió en la calle de Fuego, sino en la otra casa que ya es también santuario, en una callecita de San Ángel-Altavista, donde habitan escritores en ciernes bajo la guía de Juan Villoro.
Emilia García Elizondo es una mujer bella y brillante, dulce hasta en las pausas de su voz suave y actriz, pero por lo visto, también directora (como su tío) y tipógrafa (como su padre) y fotógrafa y fotogénica (como su madre), pues tomó las riendas del proyecto de convertir la casa de los abuelos en una auténtica Casa de Fuego: empezando con una entrañable subasta ecuménica de toda la ropa de Mercedes y de Gabo, ventilando sedas y guayaberas, bufandas y corbatas, zapatos y botines como para irle avisando al mundo lo que acaba de lograr. Emilia García Elizondo ha inaugurado formalmente la casa de sus abuelos con una exposición conmovedora y valiosa. Se trata de una muestra de las miles de cartas que recibiera García Márquez en vida, en tantas vidas que se desdoblan ahora en las vitrinas que hacen ahora más que museo al antiguo hogar.
La casa de Fuego no es ni ha sido sólo hogar: es un cine de pantalla íntima, un jardín de diversos aromas, unas habitaciones repletas de fotografías y recuerdos, vallenatos impalpables y papeles como alas de mariposas que se multiplican sin aviso. Entre las cartas expuestas están las firmas de Carlos Fuentes y Woody Allen, los párrafos selváticos del Subcomandante Marcos (ahora Galeano) y abrazos o saludos de no pocos patriarcas antes de sus otoños (presidentes y poderosos que soñaron con ser perpetuos), la batuta de Baremboim al piano de sus palabras y el carisma cariñoso de Robert Redford… y allí sigue la “Cueva de la Mafia” donde Gabo escribió tantísimas páginas luego del Nobel y después del Amor en tiempos del cólera, y por allá un retrato enigmático al óleo de una mujer con ligero defecto en el pie izquierdo que le dejara Abel Quezada, en comodato por cien años.
Juntos con sus primas y sus hermanos, considero a Emilia García Elizondo mi sobrina, aliados de mis hijos, la misma música, el son incandescente y muchos, muchísimos párrafos y páginas. La nieta enciende la llama eterna (o por lo menos, renovable cada cien años) de un ánimo inmenso, de cuentos e historias interminables, de pequeños gestos del callado imperio de la Gaba y de esa manera tan chingona de narrarlo todo, el mundo de todo lo visible e invisible que está en la tinta del Gabo y la nieta Emilia con su generación y su legión de todo lo por venir abre de par en par las puertas y ventanas de la mágica Casa del Fuego, en el Pedregal de la Ciudad de México aunque habita el mero centro de Macondo, para que todos los amigos de pasado, todos los escritores que en el mundo han sido, todos los fantasmas que se adelantaron le confirmen a quienes habitamos el ahora que la nieta y su legión son en realidad nuestros Maestros… ¡Toda la vida!
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