Romper el marco
La complejidad del presente obliga a cuestionar esas soluciones fáciles que se prometen como palanca para acceder al poder
La politización de la vida cotidiana tiene algunas aristas francamente inquietantes. La más visible, y empobrecedora, es la que obliga a llevar la bandera desplegada durante las 24 horas, no vaya a ser que alguien sospeche que no se sirve a la causa durante cada uno de los instantes del día. Otra cuestión que produce pereza es la de tener que estar permanentemente ajustándose al marco adecuado: la comida que se come, la ropa que se lleva, el peinado y los calcetines, la música que se escucha, los locales que se visitan, las series, los modales, incluso el aire que se respira. Cuidado, cuidado: no vaya usted a dejarse arrastrar por los aromas del enemigo. Lo importante es tenerlo claro: unos contra otros.
Se habla con frecuencia de que fue en los años treinta cuando se llevaron hasta el paroxismo estos afanes de autenticidad y de rivalidad radical. Los fascistas y los comunistas llevaban a gala no parecerse en nada a cuantos formaban parte de esa morralla que se había adaptado a los hábitos burgueses de la democracia. El pulso heroico no casaba con esa patética figura que hacía colas para depositar su voto en las urnas cada cuatro años. Era necesario estar vibrando todo el tiempo, y por eso calaban tanto algunos valores: entusiasmo, arrojo, pureza. El músculo radiante de una causa sin fisuras casaba mal con la fofa costumbre de aquellos que se tiraban horas discutiendo los detalles de una ley. ¿Cómo? Falta de voluntad política, se decía, y se tachaba de serviles a los que se dedicaban a velar por esas instituciones que a fin de cuentas solo estaban ahí, según el diagnóstico de los nuevos profetas, para proteger las turbias maneras de los poderosos. La historia ya la conocen.
La Gran Depresión, el llamado crack del 29, dejó tiritando y a la intemperie a cientos de miles de familias el pasado siglo, así que tiene cierta lógica que se aferraran a la esperanza de un cambio radical que les devolviera cuanto habían perdido. Con la Gran Recesión de 2008 pasó algo parecido: cuando las cosas vienen mal dadas es más fácil dejarse cautivar por quienes anuncian la vuelta a ese paraíso que quedó hecho añicos en el pasado o proclaman la conquista de uno nuevo, flamante, ajustado a la modernidad más vertiginosa, a prueba de mareos. Los grandes culpables de que todo fuera tan rematadamente mal han sido en estos años recientes los partidos políticos. Corruptos, ineficaces, mamotretos llenos de cuentas pendientes, no hubo manera de sugerir que tocaba reformarlos a fondo (son una parte esencial de la vida democrática). Nada de eso: se prefirió el dulce encanto de los movimientos con un líder mesiánico al frente. Igual, al ratito, esos auténticos movimientos se empiezan a parecer demasiado a los viejos y ruinosos partidos, pero antes consiguieron adjudicarse una conquista. Y no era otra que irradiar ese aire de entusiasmo, arrojo y pureza que se reclama como la única manera de acabar con los tiempos difíciles.
Evidentemente, no lo es. Pero ahí están los movimientos como corrientes de salud, aunque terminen envenenando las tuberías, y su mensaje radiante del amigo frente al enemigo. Lo único que igual sirve de la guerra en Ucrania es que vuelve a poner en un lugar central la enorme complejidad de los asuntos humanos. No hay soluciones simplonas, importan los matices. Un buen momento para salirse del marco y buscar una voz propia.
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