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De mar a mar
Columna
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El tercer riel

Las campañas presidenciales en Brasil y Colombia demuestran el impacto del petróleo en la política latinoamericana

Carlos Pagni
El expresidente brasileño Lula da Silva
El expresidente brasileño Lula da Silva, el pasado 11 de mayo en Minas Gerais.WASHINGTON ALVES (REUTERS)

Petróleo y política son materias entrelazadas desde que la industria de los hidrocarburos estaba en la cuna. Pero el ataque de Rusia a Ucrania ha potenciado esa relación. La cuestión energética ocupa hoy el centro de la vida pública de todas las sociedades del planeta por una razón elemental: los rusos son los segundos productores mundiales de petróleo y de gas, después de los Estados Unidos. Las restricciones a sus exportaciones han disparado los precios de los combustibles y, con ellos, los de todo lo demás. En una economía global ya recalentada por la gran expansión fiscal y monetaria asociada a la pandemia, reapareció el problema de la inflación. Las luchas por el poder se organizan hoy alrededor de esta agenda endemoniada. En el mundo anglosajón, estos asuntos, que tienen la capacidad de enfurecer al público, reciben el nombre metafórico de “tercer riel”. Es el riel de alto voltaje que corre al lado de las vías en muchos sistemas ferroviarios. Quien lo toca se garantiza quedar carbonizado. Los precios energéticos son el tercer riel.

América Latina es un ejemplo notorio de esta determinación del petróleo sobre la política. El problema del costo de los hidrocarburos produce tensiones en los gobiernos y agita las campañas electorales. Brasil es el campo de batalla más ruidoso. Allí la disputa entre el presidente Jair Bolsonaro y el expresidente Lula da Silva se polariza más a medida que pasan los días. Ese alineamiento binario hace eco en el exterior. El último que se sintió obligado a optar entre ambos fue Mario Vargas Llosa, quien desde Montevideo dijo preferir a Bolsonaro, “a pesar de sus payasadas”.

Cuando, según un estudio de la consultora Ipespe, se le pregunta a los brasileños a quién votarán el 2 de octubre, la respuesta espontánea del 39% es Lula y la del 29%, Bolsonaro. 3% contesta Ciro Gomes. Bolsonaro viene registrando una lenta mejoría. Aunque enfrenta una barrera difícil de franquear: tiene un rechazo del 60% de los consultados.

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Más allá de que las ideas y el estilo del presidente hieren la sensibilidad de muchísimos ciudadanos, en el corazón de ese repudio está el problema inflacionario. En la misma encuesta el 77% consideró que los precios habían subido mucho y el 21% dijo que habían subido. Las expectativas son sombrías: para el 41% van a subir mucho, para un 22% van a subir y para otro 22% van a quedar igual.

Bolsonaro reaccionó ante estas dificultades trayendo al centro de la escena a Petrobras. A finales de marzo ya había reemplazado al presidente de la empresa, que es controlada por el Estado en un 50,26%. El general Joaquim Silva e Luna dejó su sillón al economista Jose Mauro Ferreira Coelho. ¿El motivo? La resistencia de Silva y Luna a contener el precio de la gasolina, que en marzo había alcanzado un alza de 11,3% interanual.

No alcanzó con sacar a un general. Bolsonaro también defenestró a un almirante. Esta vez, ministro de Minas y Energía. En efecto, el miércoles de la semana pasada Bento Albuquerque dejó esa cartera en manos del economista Adolfo Sachsida, que hasta ese momento colaboraba con el ministro de Hacienda, Paulo Guedes.

Sachsida llevó al ministerio energético el sello liberal de Guedes. Apenas se sentó en su despacho, anunció que buscaría privatizar Petrobras. Aclaró que la iniciativa cuenta, por supuesto, con el aval de Bolsonaro. Suena convincente, porque cada vez que se dispararon los precios Bolsonaro habló de desprenderse de las acciones de la empresa.

La propuesta del Gobierno brasileño resulta contradictoria. Al auspiciar el pase definitivo a manos privadas, Bolsonaro parece caminar en sentido contrario de su objetivo manifiesto, es decir, moderar los costos de los combustibles. ¿Quién querrá invertir en un mercado amenazado por más regulaciones? Sin embargo, la jugada puede tener otro propósito: acentuar la disputa personal con Lula.

La privatización de la compañía petrolera es una ocurrencia que pone la campaña presidencial en blanco y negro. Lula reaccionó de inmediato: “El que se meta con Petrobras para comprarla deberá hablar con nosotros”. Para la concepción de la economía del Partido de los Trabajadores, como para la de toda la izquierda latinoamericana, la intervención estatal sobre el negocio de los hidrocarburos es un dogma inapelable.

Sin embargo, en la jugada de Bolsonaro hay otra dimensión. El presidente de Brasil, a quien le falta refinamiento pero le sobra astucia, sabe que al introducir a Petrobras en el tramo decisivo de la campaña está conectando la pelea por el voto con la irritante memoria de la corrupción. El mal manejo de esa compañía durante el Gobierno de Lula dio lugar al escandaloso Lava Jato, tornado judicial que llevó tras las rejas a innumerables dirigentes políticos y empresarios. Vargas Llosa tocó ya esa cuerda en sus declaraciones. Argumentó a favor de su preferencia por Bolsonaro que Lula había sido puesto preso por la Justicia, que lo consideró “un ladrón”. La competencia por el cetro de Brasil asegura en adelante grandes emociones.

En Colombia, donde se ofrece el otro gran torneo electoral de la región, la campaña también huele a petróleo. Gustavo Petro, el candidato de la izquierda que desafía al uribismo oficial, tocó un cable de alta tensión. Afirmó, con tono de denuncia, que no solo el narco y la guerrilla son violentos. La explotación de hidrocarburos pertenece al mismo rubro.

El Gobierno de Iván Duque y el establishment colombiano recogieron el guante. Felipe Bayón, el presidente de la estatal Ecopetrol, explicó que, si se reduce la explotación de petróleo y gas, habrá que importar esos productos. Por lo tanto, el galón de gasolina, que hoy cuesta alrededor de un dólar y medio, pasaría a costar 5: “Es lo que puede pasar si un presidente contrario a la actividad llega a la Casa de Nariño”, alertó Bayón. Los ingenieros en petróleo fueron más allá: demandaron a Petro por difamar su profesión.

La Asociación Nacional de Instituciones Financieras puso el dedo en otra llaga. Si se sigue subsidiando el precio de la gasolina, las cuentas fiscales ingresarán en un gravísimo desequilibrio. La alarma colombiana se repite en Chile, donde el presidente Gabriel Boric acaba de anunciar que el Estado se hará cargo de parte del costo de los hidrocarburos. Chile importa el 90% del petróleo y del gas que consume. Se entiende que la disparada de precios sea una pesadilla.

Ese debate está alterando a la Argentina, donde todavía no se desató la campaña electoral. Allí la discusión divide al propio oficialismo. El presidente Alberto Fernández suscribió un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, cuyo eje central es un saneamiento de las cuentas públicas basado en una reducción de la subvención a la venta de gas y electricidad. La decisión no levantó en su contra a la oposición sino a Cristina Kirchner, que es la líder electoral del partido del Gobierno, responsable de que Fernández esté en la presidencia. La fractura es de tal profundidad que funcionarios alineados con la señora de Kirchner se niegan a firmar los nuevos cuadros de precios ordenados por el jefe de Estado y su ministro de Economía, Martin Guzmán.

No importa si son de derecha o de izquierda. Los gobernantes no quieren que aumenten las tarifas energéticas. Mucho menos ahora, que se ha elevado la inflación. La historia reciente está plagada de casos de administraciones acorraladas por protestas de consumidores indignados. Por eso, aunque se enojen los mercados y los guardianes de las cuentas públicas pronostiquen catástrofes fiscales, nadie quiere tocar el tercer riel.

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