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Tribuna
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La mochila ignorada del colonialismo

Resulta pertinente preguntarse por qué la institucionalización de la crítica colonial sigue siendo uno de esos asuntos que ahora “no tocan” en este país que, en este sentido, se ha quedado a años luz de Europa

Asistentes en la exposición de 'La contracultura i Underground a la Catalunya dels 70'.
Asistentes en la exposición de 'La contracultura i Underground a la Catalunya dels 70'.A.GARCIA (EFE)

Las autoridades de Barcelona han anunciado la futura inauguración de un centro dedicado a la contracultura. Gracias a la insistencia de Pepe Ribas, esta iniciativa ha conseguido involucrar a varios sectores e instituciones, entre ellas el Museo de Arte Contemporáneo (MACBA), que integrará en su colección el legado libertario. El nuevo espacio vendría a ser el colofón de otros proyectos que han reivindicado este mundo en las últimas dos décadas, como las exposiciones dedicadas a Nazario, Ocaña y la revista Ajoblanco. O las recientes jornadas (dentro de otra exposición comisariada por el propio Ribas) que, bajo el lema Underground y Cultura, apremiaron a los poderes culturales hasta que por fin dieron su consentimiento a la creación del equipamiento.

Nunca es tarde si la contracultura es buena.

Al mismo tiempo que esto sucedía en Barcelona, en Madrid, bajo la dirección de Manolo Borja, el museo Reina Sofía le daba un vuelco a su colección, reescribiéndola con la incorporación del activismo de las últimas décadas, la crítica social y una iconografía próxima al 15-M. Estas dos propuestas están a una considerable distancia ideológica —también los gobiernos de Barcelona y Madrid, o de Cataluña y España—, pero sus impulsores han conseguido sus objetivos, a base de sostener la presión y de hacer frente a la paradoja implícita en el hecho de insuflar contenidos radicales en estructuras convencionales.

En la última década, no solo se ha reactivado el debate sobre la cultura alternativa. Los asuntos de género han desatado una catarata de libros, proyectos, exposiciones, películas y leyes que han estremecido las políticas oficiales hasta el punto de conseguir un ministerio.

También se ha activado, desde distintos frentes, la revisión del colonialismo, que está en el tuétano de la modernidad, la globalización, la configuración económica, política y cultural de la España contemporánea. Aquí tampoco han faltado exposiciones, polémicas, antologías, ensayos, memorias individuales y colectivas. Sin ir más lejos, el año pasado dos novelas alcanzaron un éxito considerable a base de remover el suelo de la ficción colonial: Azucre, de Bibiana Candia, y Huaco retrato, de Gabriela Wiener.

Ante la presión de este caudal, es pertinente preguntarse por qué la institucionalización de la crítica colonial sigue siendo una piedra en el zapato, uno de esos asuntos que ahora “no tocan” en este país. De hecho, es posible intuir que cualquier paso hacia uno, dos o tres centros de este tipo acarrearía un debate todavía más enconado dentro de las escaramuzas que animan nuestras guerras culturales.

Por la derecha, persiste la convicción de que la grandeza española es sinónimo de imperio colonial. Por la izquierda, abunda la compasión o una copia desmedida de la retórica decolonial de la academia norteamericana. Para la primera, España debería interactuar con las antiguas colonias como una metrópoli actualizada. Desde la segunda, el “Gobierno más progresista de la democracia” ha llegado al punto de eliminar la Secretaría de Estado para Iberoamérica. Al final, entre la incandescencia de una y la condescendencia de otra, España se ha quedado a años luz del resto de una Europa que, por distintas razones, no ha tenido más remedio que tomarse en serio el abordaje del pasado colonial y sus distintas mutaciones en el presente.

No pasa una semana sin noticias de ese escrutinio, que apunta unas veces a la devolución patrimonial y otras a la inclusión social. El Rijksmuseum de Ámsterdan puede ser un paradigma del tratamiento europeo, a la vez que el Museo de Arte y Cultura Afroamericana de Washington puede serlo de cómo se aborda en Estados Unidos. Mientras todo eso ocurre ahí fuera, en España estas revisiones han llegado a asumirse como parte de la amenaza comunista que recorre el mundo o del fanatismo “posmo” de unas agendas obsesionadas con destruir Occidente. Como si Francia, Holanda, Bélgica o Alemania hubieran necesitado de gobiernos izquierdistas para ponerlas en marcha o sus sociedades fueran menos racistas.

Lo curioso es que esas remodelaciones ni siquiera pueden considerarse apuestas radicales. Uno puede sospechar que, a estas alturas del siglo XXI, “museo” y “anticolonialismo” son términos irreconciliables. O detectar a primera vista el repertorio de coartadas con las que instituciones obsoletas intentan alargar su supervivencia a base barnizar su programación sin cambiar su esencia.

Pero lo cierto es que se ha impuesto la obligación de asimilar la crítica al colonialismo y distanciarse de enmarcar las culturas de los antiguos territorios conquistados, como lo ha visto Bernat Castany, entre un pasado bárbaro y un presente exótico.

En España no hemos estado por debajo ni en la calidad intelectual del debate, ni en la presión social de distintas comunidades, ni en la diversidad de origen de la ciudadanía. Entonces, ¿por qué ni siquiera nos acercamos a las más discretas iniciativas de nuestros vecinos ni se han creado o transformado los espacios que ya existen en nuestro entorno?

La respuesta es obvia. Por la falta de voluntad política, reflejada en una alarmante ceguera geoestratégica, la carencia de una mirada propia conectada con las demandas globales, los prejuicios más inconfesables o la indefinición de un Estado que, incapaz de mantener su situación central en el mundo, no acaba de aceptar o sacar provecho de su condición periférica. Y así seguimos, instalados en la inercia de un país que carga su pasado colonial en una mochila cuyo peso ya no puede disimular, pero cuyo contenido todavía prefiere ignorar.

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