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editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sombría celebración del 9 de mayo

El discurso de Putin en el Día de la Victoria reproduce su visión tergiversada de una guerra defensiva contra Ucrania y Occidente

Putin, el lunes, durante el homenaje al Soldado Desconocido en el marco de las celebraciones del Día de la Victoria.
Putin, el lunes, durante el homenaje al Soldado Desconocido en el marco de las celebraciones del Día de la Victoria.Anton Novoderezhkin (AP)
El País

Las especulaciones más sofisticadas se han visto defraudadas ante la celebración del Día de la Victoria de la Gran Guerra Patria rusa por parte de Vladímir Putin: no ha habido novedades ni sorpresas. Ni siquiera nuevas amenazas. Su discurso en la Plaza Roja, en conmemoración del 77º aniversario de la derrota de Hitler, fue el de un dirigente sin apenas nada que ofrecer a su población más allá de la retórica belicista. Es probable que Putin aspirase a llegar a la solemne celebración con algún resultado tangible, pero ni ha podido sustituir al Gobierno de Kiev ni ha logrado culminar la toma de una masacrada Mariupol. Su fracaso es incuestionable, pese a que el lunes mismo seguían cayendo las bombas en Odesa y en Járkov. Lo que puede ofrecer a sus conciudadanos es un impreciso pero cuantioso balance de pérdidas en vidas y en equipamiento de sus militares.

Tampoco ofreció en el Día de la Victoria la temida declaración formal de guerra, que hubiera acarreado la movilización general de todo el personal en edad militar y el palmario reconocimiento de que la invasión no ha sido una operación especial de carácter bélico, como la presentó el 24 de febrero, y como ha exigido que sea denominada públicamente en Rusia, incluida la prensa, bajo amenaza de hasta 15 años de cárcel en caso contrario.

El presidente ruso se limitó a repetir su deformada visión habitual y subrayó el carácter inevitable y defensivo de una guerra de invasión que presenta como acción preventiva ante una presunta amenaza vital a la seguridad de Rusia a cargo de Ucrania, la OTAN y Estados Unidos. Putin aseguró que nadie quiso escucharle en diciembre cuando “Rusia llamó a Occidente a un diálogo honesto, a buscar soluciones de compromiso razonables, a tener en cuenta los intereses de cada uno”. Lo que escucharon el lunes sus compatriotas llevaba ese mismo sesgo tergiversador: atribuye las atrocidades que él está cometiendo a las víctimas de su agresión. Convierte a la joven democracia pluralista ucrania, imperfecta como todas, en un régimen nazi que es preciso extirpar. Aprovecha las justas quejas del presidente ucranio, Volodímir Zelenski, sobre el incumplimiento ruso del Memorándum de Budapest de 1994 —por el que Ucrania cedió todo su arsenal nuclear a Rusia a cambio del reconocimiento de su integridad territorial— para atribuir a Kiev la intención de adquirir armas nucleares. Y, por supuesto, endosa la responsabilidad de los crímenes cometidos por su ejército contra la población civil al Gobierno ucranio y a sus aliados, que le proporcionan la ayuda militar imprescindible para su defensa.

Putin es un presidente aislado internacionalmente, e incluso países equidistantes, como China, Sudáfrica e India, prefieren mantener la máxima discreción y prudencia en sus relaciones con Moscú. No tan solo por los efectos secundarios que puedan tener las sanciones sobre sus economías, sino también por la imagen arcaica y cruel del régimen ruso, con la que ni siquiera quieren confundirse otros regímenes autoritarios.

El mensaje del lunes en la Plaza Roja fue bien claro y nada hace pensar en una guerra corta. Tampoco hubo la menor pista de una futura iniciativa hacia la paz. Al contrario, la ratificación del discurso de legitimación que Putin ha usado desde el principio solo puede hacer pensar en una escalada de atrocidades y de bombardeos de civiles, como el perpetrado en vísperas del desfile en una escuela de Bilohorivka (Lugansk), donde murieron 60 personas allí refugiadas.


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