La cabra por el campanario
En la mejor de las épocas, gracias a Dios, no tenemos que ver cómo tiran animales desde torres, sino tan solo millones de vacas, ya fileteadas, a la basura cada año
Que los pueblos son lugares de barbarie es algo que piensan muchos, presos de su mala experiencia o sus prejuicios. Para argumentar su postura, algunos tiran de anecdotario y otros de generalización, que son lo mismo pero al revés. Pero casi todos acaban echando mano de la hipérbole. De pensar en los agricultores como el Azarías y en las villas como lugares en los que se tiran cabras por el campanario. Esto último me tocó escucharlo la semana pasada.
La triquiñuela es efectiva, porque tiene, aunque pobre, asiento en la realidad: en los años previos a 2003, en el municipio zamorano de Manganeses de la Polvorosa se lanzaba una cabra por el campanario anualmente. A quien la usa, poco le importa extrapolar lo que ocurría en un pueblo a todos los del mundo. Tampoco contará que una multitud recogía al animal con una lona para evitar que muriera. Y, por supuesto, omitirá también que la tradición tenía como germen una bella leyenda local: la de una cabrita que, por haber alimentado a los pobres con su leche, cayó de la torre, pero aterrizó sin un rasguño.
Pero la de la cabra y el campanario no es una crítica geográfica sino temporal. Y es que, aunque aparentemente se refiera al entorno rural, donde operarían tradiciones y lógicas bárbaras, realmente es una pullita al pasado, donde esos pueblos habrían quedado anclados.
Quien empuña la brocha gorda para caricaturizar el entorno rural con esta acusación, no desprecia tanto los pueblos como el ayer. Suele pensar que vivimos en el mejor de los tiempos, cosa imposible, pues si así fuera, la virtud de la humildad aconsejaría no construirse contra otras eras o lugares. Es bien sabido que incluso el más talentoso se echa a perder cuando aparece la soberbia.
Así que la próxima vez que les vengan con lo de la cabra y el campanario cuenten la leyenda del cabritillo solidario. Digan que, para que existiera esa cruel tradición, tenía que haber, además de poco tacto con los animales, cabras. Y donde hay una cabra hay un pasto, y un pastor que los cuida. También hay lana para que el abuelo se caliente, y leche para que el crío desayune. Además, tenía que haber campanarios. Campanarios en los que anidaban, además de cigüeñas, los lazos de una comunidad popular, a la que servía de punto de encuentro. Y jóvenes en los pueblos, porque los que tiraban a la pobre cabra eran los quintos de cada año.
Si se tercia, digan también que hoy ya no hay casi pastores, porque hemos inventado las macrogranjas. En la mejor de las épocas, gracias a Dios, no tenemos que ver cómo tiran cabras por campanarios sino tan solo millones de vacas, ya fileteadas, a la basura cada año. Ya no necesitamos ni olor a animal en los pastos ni humeantes chimeneas en las ciudades, pues ¿quién querría campo o industria teniendo rascacielos? Los campanarios de nuestros pueblos también han avanzado, y en ellos ya no dobla ninguna campana porque no hay quien acuda a su tañido. Hemos abolido las tradiciones más chuscas de épocas pasadas, hemos convertido la comunidad que las posibilitaba en una suma de individuos aislados, cada vez más solos, cada vez más deprimidos, cada vez más medicados. Así que en el mejor de los tiempos, el nuestro, solo tenemos que contemplar cómo se tira más gente que nunca, no de los campanarios, pero sí de bloques, puentes o andenes.
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