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Columna
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Adelgazar en versión laica

Imagina una pastilla que te hiciera perder 25 kilos en un año. Pues ya existe

Una mujer abre la nevera por la noche.
Una mujer abre la nevera por la noche.Carles Ribas
Javier Sampedro

Adelgazar es ciencia y religión a la par. Todos conocemos la parte científica. Estar gordo conduce a la enfermedad metabólica que precede a la diabetes y de ahí al infarto, el cáncer, las enfermedades neurodegenerativas y los demás jinetes del apocalipsis de nuestros días. Pero la razón no basta para cambiar de conducta. A estas alturas no debe quedar ni una persona en el mundo que ignore los efectos perjudiciales del tabaco, pero muchos seguimos fumando. Cuando uno tiene que hacer algo fastidioso, como dejar de fumar o pasar hambre y penalidad, tiene que convertirlo en una religión. No, dirán los conversos, no adelgazamos por estética, sino porque debemos cuidarnos, y eso suele incluir tragarse un mejunje detox a base de repollo y apio y ni Dios sabe qué más, comerse unas acelgas hervidas sin sal y correr 20 kilómetros como si fuera a caer un asteroide. También hay que comprar pan de espelta fermentado con masa madre, por muy mal que sepa, y productos bio, sea eso lo que fuere. Las cremas de pepino y cáñamo son optativas.

Pero ahora imagina una pastilla que, si eres obeso, te hiciera perder 20 o 25 kilos en un año. Sin dieta ni ejercicio, sin oponerse a tu tendencia irresistible a comer lo que te dictan esas malditas partes del cerebro dedicadas a guiar tu comportamiento hacia el sexo y la manduca, los dos máximos mandamientos darwinianos. ¿Qué quedaría entonces de la religión del cuerpo? Muy poca cosa, ¿no? ¿Quién haría entonces dieta y ejercicio, el rito central de ese culto? La combinación de dieta y ejercicio puede reducir el peso en un 10%, siendo optimistas y eligiendo solo los casos que funcionan, y encima solo a costa de amargar la vida a la gente. La pastilla que estamos imaginando reduce un cuarto del peso de un gordo, sin dolor ni penalidad, sin patrañas detox ni carreras de los 100 metros a rastras por el jeringado asfalto. Es pura ciencia, sin religión.

Pues bien, esa pastilla existe, aunque no es una pastilla, sino una inyección semanal. Su principio activo se llama incretina, una hormona natural que produce el intestino y que ralentiza el vaciado del estómago y reduce el apetito. También regula la insulina. Los efectos secundarios ―náuseas, diarreas— son asumibles para las personas que de otro modo se arriesgan a un infarto o un cáncer. El fármaco se llama tirzepatide y es de la multinacional Eli Lilly, a quien pertenecen los datos que he mencionado sobre su eficacia. No están aún evaluados por expertos en obesidad (revisión por pares), pero esos mismos expertos andan estos días revolucionados. La cosa parece gorda.

Y también hay dos problemas serios para su futura comercialización. En primer lugar, el tirzepatide no es una inyección que te pones una vez y te adelgaza para siempre. Hay que ponérsela cada semana durante el resto de la vida. Siendo una droga nueva, nadie sabe aún qué efectos indeseables puede tener su aplicación a largo plazo. Segundo, y si nos hemos de fiar de un fármaco similar aunque menos eficaz (semaglutide, de Novo Nordisk), costará 1.300 dólares al mes. Multiplica por el resto de tu vida y te saldrá una hipoteca inmobiliaria. Pero esa es otra religión.


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