Musk, cierra Twitter
Si el magnate creyera de verdad en la libertad de expresión, el mejor servicio que podría rendirle tras comprar la red social sería clausurarla
Elon Musk era más simpático cuando se parecía al personaje de Gabino Diego en Amanece, que no es poco. Allí era el jefe de un grupo de estudiantes norteamericanos de visita por España que se preparaban para ser líderes y ejercer el poder omnímodo. Unos días iba en bicicleta, y otros, olía bien. Ahora que ha cumplido su sueño-amenaza y es un líder que ejerce el poder omnímodo, da escalofríos. Mientras el presidente de España —y el francés, y otros que aún no sabemos— es incapaz de controlar su propio teléfono y se resigna a protagonizar un episodio de espionaje de Mortadelo y Filemón, Elon Musk gobierna de verdad, con la única oposición del reflejo narcisista que le devuelve el espejo. Es desolador comparar la impotencia de los gobernantes democráticos con la omnipotencia de los nuevos calígulas, entronizados solo por su dinero.
Musk tiene una misión. Ojalá fuera solo un frívolo que se compra empresas como si fueran zapatos. Musk quiere usar su poder omnímodo para el bien, como Superman. Se ha comprado Twitter, la escupidera más cara del mundo, para transformarla en un baluarte de la libertad de expresión, lo que equivaldría a comprar un emporio de bollos industriales para fomentar la alimentación sana, porque una red social que se ha demostrado idónea para el acoso, la intimidación y el silenciamiento de cualquier discurso que la turba no quiera leer representa una involución antiilustrada, casi una refutación de los valores humanistas que inspiraron la doctrina de la libertad de expresión en Occidente.
Twitter es el medio de expresión y expansión predilecto de todos los que no creen en la democracia ni en la libertad de expresión (salvo en la suya). Personajes que no aguantarían un asalto en cualquier otra ágora, debatiendo a cara descubierta, encuentran allí una piscina de líquido amniótico en la que nadar y crecer a gusto. En ningún otro sitio podrían existir, les faltarían los nutrientes del odio que los mantienen vivos. Twitter parece una democracia, pero es una lumpendemocracia, un barrio global de matones donde vence el más marrullero. Musk aspira a ser el Mackie Navaja de esta ópera de cuatro cuartos (o de cuarenta y pico mil millones). Desde su fundación en 2006, ni la democracia ni la libertad han mejorado gracias a sus trinos. Al contrario, el debate político se ha embrutecido hasta rozar la guturalidad, en un hooliganismo donde los matices suenan esnobs u ofensivos. Si Musk creyera de verdad en la libertad de expresión, el mejor servicio que podría rendirle tras comprar la red sería cerrarla.
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