Dos comprensiones del proceso constituyente chileno
El país vive la redacción de su nueva Carta Magna frente a una ironía histórica: mientras la derecha invoca la comprensión consensual, la izquierda no ve contradicción en constitucionalizar un programa de gobierno
El proceso constituyente chileno carga con un saco de expectativas. En octubre de 2020, un 80% del electorado votó a favor de elaboración una nueva Constitución que fuera capaz canalizar en forma pacífica e institucional el “estallido social” desatado en las calles desde octubre de 2019. Ya entonces era posible identificar dos tipos de argumentos para inaugurar un proceso constituyente: un argumento procedimental, que subrayaba la importancia de contar con un marco de distribución del poder y reglas estructurales del juego legitimadas por los gobernados, como una auténtica fantasía contractualista de origen liberal; y un argumento sustantivo, que destacaba la oportunidad de desmantelar el estado neoliberal y avanzar en la construcción de un modelo más solidario, en línea con el espesor ideológico de las demandas del “estallido social”. Ambos argumentos celebraron como propio el abrumador triunfo del “Apruebo” en el plebiscito de entrada. Con tamaño margen, se dio por descontado que también se impondría el Apruebo en el plebiscito de salida, fijado para el 4 de septiembre de 2022, que debe ratificar o repudiar el texto propuesto por la Convención Constitucional.
Y, sin embargo, los sondeos de opinión muestran que la opción “Rechazo” toma la delantera, reviviendo los temores del Brexit o los Acuerdos de Paz en Colombia: carreras que se pensaban corridas y se entrampan en la recta final. ¿Qué ocurrió? No es un problema meramente comunicacional, o una campaña de fake news de los poderes fácticos. El descalabro reputacional del trabajo de la Convención Constitucional puede explicarse por factores de fondo y forma. De fondo, porque las innovaciones institucionales propuestas son más osadas de lo que se esperaba. En muchos casos, porque se modifican procesos e instituciones que no eran problemáticas, como el Senado o el funcionamiento del Poder Judicial.
Es decir, la Convención “rasca donde no pica”. Quizás la innovación más polémica es el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado chileno, que entrega a los pueblos indígenas una serie de derechos especiales de autogobierno y representación que generan ruido en el resto de la población, que no había sido socializada en el mérito de estas innovaciones. Muchos se preguntan si una Constitución tan reivindicativa e identitaria respeta la igualdad ante la ley. Todos estos cambios despiertan natural incertidumbre.
También hay controversias de forma. Los elencos que protagonizan el proceso constituyente son más representativos de la diversidad cultural de Chile de lo que estábamos acostumbrado. Eso es bienvenido. Pero tanta performatividad ha generado como contrapartida una crítica conservadora. Tanto activismo ha generado una reacción tecnocrática. La caída en desgracia del líder de la llamada Lista del Pueblo, promotor de un fiero discurso contra las elites en el poder, al descubrirse que fingió un cáncer para financiar su campaña, fue fatal para el prestigio del naciente órgano. Pero la crítica más punzante es la virtual exclusión de la derecha de los grandes acuerdos. Si bien es cierto que estos se abrochan con 2/3 de los miembros de la Convención (103 de 154), y que muchos artículos se han aprobado con un margen aún mayor, no hay propuestas provenientes de la derecha que hayan sido acogidas. Dada la fragmentación política del órgano, al comienzo se pensó en una “geometría variable”: en algunas cosas ganaría la izquierda, en otras la derecha. Así, todos tendrían sus huellas dactilares en el resultado. No ha sido el caso. La izquierda más dura, liderada por el Partido Comunista, logró articular un tercio y notificó al resto de las izquierdas que los acuerdos eran sin la derecha o no habría acuerdos.
Esto nos regresa al punto inicial sobre argumentos procedimentales y sustantivos que convergieron en el “Apruebo” de entrada, pero reformulados bajo dos compresiones alternativas del proceso constituyente. A un lado, tenemos una comprensión consensual, que sugiere que la legitimidad de la norma emana de su capacidad de identificar un consenso traslapado entre las distintas visiones ideológicas que pueblan una sociedad pluralista. Es la idea de una Constitución como mínimo común denominador, como punto de encuentro, como casa común. Su premisa es que las partes ofrecen razones que son ponderadas y deliberadas racionalmente, manteniendo las pasiones y las particularidades a raya. Por el otro lado, tenemos la compresión agonista, que sostiene que la legitimidad de la norma emana de su capacidad de imponerse en una confrontación democrática entre pasiones e intereses. Para esta lógica adversarial, no hay racionalidad imparcial que valga, y cualquier apelación al consenso es una defensa de la hegemonía dominante. Es la conocida crítica de Mouffe y la literatura radical a los teóricos liberales de la democracia deliberativa como Rawls y Habermas.
En el caso chileno, ambas comprensiones están en tensión. La ironía histórica es que la derecha, que durante décadas aprovechó un orden constitucional impuesto por la fuerza, invoca la comprensión consensual, mientras la izquierda, que acusó que la Constitución “neutralizaba” la política democrática, obligando a todos los gobiernos a seguir la ruta ideológica de la dictadura, ahora no ve contradicción en constitucionalizar un programa de gobierno. Este cambio de posición obedece a un nuevo equilibrio de fuerzas: la izquierda no quiere dejar pasar esta inédita y contingente correlación favorable para abrochar la transformación ideológica del estado. Aunque el flamante presidente Gabriel Boric ha dicho que no quiere una constitución “partisana”, la dinámica agonista de la Convención, siguiendo a Mouffe, reivindica la naturaleza partisana de la política.
El escenario es complejo para el gobierno de Boric, quien fue clave en el acuerdo político que dio origen al proceso constituyente. La suerte de su gobierno está simbólicamente atada la suerte de la Convención. Desplegará todos los esfuerzos por destacar sus virtudes: su carácter radicalmente democrático, que la carga se arregla en el camino, y que la alternativa sigue siendo la Constitución de Pinochet. La mayoría de los chilenos rechaza esa dicotomía: si en septiembre gana el Rechazo, no revive una Constitución políticamente fenecida, solo se reprueba el trabajo de la Convención. La tarea para Boric es pensar en un plan B para generar un nuevo texto.
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