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Leyendo de pie
Columna
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Nicolás Maduro, la guerra y las sanciones

De nuevo una guerra dispara los precios del petróleo; y de nuevo un presidente venezolano tiene la oportunidad de aprovecharlos

Ibsen Martínez
Nicolás Maduro en el día del trabajo
El presidente venezolano, Nicolás Maduro, durante las celebraciones del 1 de mayo en Caracas.LEONARDO FERNANDEZ VILORIA (REUTERS)

Otras guerras pasadas, otros desvíos de las rutas navieras, otros atascos del flujo de crudo vinieron en auxilio de nuestros tiranos. Nicolás Maduro no ha sido el primero.

La crisis del Canal de Suez, en 1956, interrumpió por unos pocos meses el flujo de crudo ligero del Golfo Arábigo hacia las refinerías estadounidenses y Venezuela suplió en buena parte esa deficiencia. Aunque ya desde el fin de la Segunda Guerra Mundial los crudos del Medio Oriente resultaban mucho más abundantes y baratos que nuestros livianos, el fiasco de la intervención militar anglofrancesa en Suez no afectó gravemente los ingresos del país.

Por el contrario, la emergencia vino en auxilio de la dictadura del ovoide y rijoso general Marcos Pérez Jiménez, a la que el saqueo de la riqueza fruto del boom de posguerra y la dura competencia de los países árabes habían puesto contra las cuerdas. Suez estaba muy lejos, y el Lago de Maracaibo a solos días de navegación de las refinerías de Luisiana. Aún pudo Pérez Jiménez sostenerse en el poder por otros dos años y su derrocamiento se debió más a su indecible torpeza política que al déficit fiscal.

Tres lustros más tarde, formábamos ya parte de un pujante cártel de 13 países productores y por eso el boom de precios que siguió a la guerra del Yom Kippur, que estalló en octubre de 1973, resultó una bendición. No es un hecho conocido por el gran público que la OPEP (Organización de países productores de petróleo) había nacido de la feliz torsión que un talentoso abogado fiscalista venezolano supo dar en 1960 a una idea tejana, pero eso, como diría Antón Chéjov, “ya pertenece a otra ópera”.

Lo cierto es que, gracias a la OPEP, durante los años sesenta nos acompañaron los precios más justos que nunca antes vimos. Sin embargo, los vaticinios de que la creación de la OPEP daría paso en la década de los setenta al uso del petróleo como arma en la pugna árabe-israelí, se cumplieron al pie de la letra.

El boom del 73-74 generó una colosal transferencia de riqueza, nunca antes registrada en el mundo en tiempos de paz. De la noche a la mañana, el precio de cada barril de la cesta de crudos venezolanos pasó, a fines del 73, de 2.70 dólares de la época a 9.76 dólares. A comienzos de 1979 rondaba ya los 17 dólares.

Solamente en el primer año —de 1973 a 1974—, entraron al Tesoro venezolano 10.000 millones de dólares, suma entonces inconcebible para una nación de 12 millones de habitantes. Aquella bonanza permitió a Carlos Andrés Pérez nacionalizar la industria sin estridencias antiimperialistas y pagarle a las compañías extranjeras expropiadas hasta el último centavo.

El cuadro maniaco-depresivo descrito por los expertos, la bioquímica cerebral de quienes toman las decisiones en los petroestados distintos a Noruega, nos metió, ya a fines de aquella década, en el tremedal de la deuda crónica y granjeó la primera devaluación.

Otra guerra, la que por casi una década enfrentó a Irak con Irán, sostuvo los precios y nos permitió ir tirando, a trancas y barrancas, sin dejar de endeudarnos, hasta que el desplome de los precios a fines de los noventa, en la coyuntura que se llamó “crisis asiática”, y una ya irreversible crisis política, precipitaron a los venezolanos en brazos de Hugo Chávez y el socialismo del siglo XXI.

No conozco descripción más abarcadora, mejor averiguada, exacta e irrefutable de la destrucción cumplida en Venezuela durante los años en que Chávez detentó el poder que la hecha en marzo de 2018 por el historiador mexicano Enrique Krauze, uno de los más atentos y escrupulosos observadores de nuestra realidad.

En este ensayo, publicado simultáneamente también en inglés por la revista The New York Review of Books, se lee que “durante el periodo de Chávez (1999-2013) la producción de PDVSA (la estatal Petróleos de Venezuela) cayó de 3,7 a 2,7 millones de barriles al día con una planta de 120.000 personas, el triple de 1998“.

“Pero en la etapa de [Nicolás] Maduro”, continúa Krauze, “con la misma planta, la producción anda ya muy por debajo de los dos millones de barriles diarios y disminuye mes a mes. Esta caída cercana al 40% permaneció parcialmente oculta por el llamado “superciclo” de los precios entre 2002 y 2014 (en julio de 2008 el barril llegó a los 147 dólares), pero también estos fueron desaprovechados por el régimen. En 2008, el ministro de Economía, Alí Rodríguez Araque, sostenía que el barril llegaría a los 250 dólares. Esta fe en el alto precio del petróleo era una apuesta desorbitada que el régimen perdió. Los efectos del colapso habrían sido menores si el gobierno hubiera invertido de manera productiva y ahorrado al menos una parte de sus ingresos, como dictaban la reglas originales de PDVSA . Según estudios, ese ahorro pudo ser de 223.000 millones de dólares”.

La corrupción y la ineptitud del régimen chavista, profundizados por el sucesor de Chávez, sumado todo a las drásticas sanciones económicas impuestas por la administración Trump en 2019, obraron como lo habría hecho una guerra: lograron destruir para 2021, y según análisis independientes venezolanos como el del Observatorio de Finanzas, mucho más del 70% del Producto Nacional Bruto.

No obstante todo ello, Maduro sigue allí mientras, día a día, se agrava la crisis humanitaria del país, cuyo índice más elocuente son los 6 millones cien mil emigrantes venezolanos que registra la independiente Plataforma Coordinadora de Agencias para Refugiados y Emigrantes venezolanos.

De nuevo una guerra, la de Ucrania, dispara los precios, pero esta vez pesan sobre el país sanciones que la hermanan con Rusia e Irán, sus aliados en lo comercial y militar, países curtidos en las artes de sobrellevar y burlar sanciones. Maduro tiene en estas un pretexto que ni de encargo podría servir mejor para justificar su bárbara autocracia.

En Venezuela y fuera de ella se hacen oír desde hace tiempo voces opositoras al régimen de Maduro que reclaman de Washington el cese de las sanciones impuestas a la actividad petrolera. Otras exigen a la administración Biden que no brinde el menor alivio a las restricciones impuestas por Trump. Ambas posiciones abrigan esperanzas de participar en elecciones presidenciales no más allá de 2024. Maduro confía en ganarlas.

Esto de las sanciones se ha tornado asunto frondoso y erizado de equívocos, complicado además por la paralizante discordia de formaciones opositoras irreconciliables entre ellas y que se arrogan cada una la representación de una población indiferente a la política, forzada a la aquiescencia ante el régimen por toda clase de agobios.

Mientras, el negocio petrolero, el Big Oil, que desde las páginas de Upton Sinclair nos viene diciendo que donde haya ganas el negocio hallará un camino, viene avanzando sin prisa hacia un escenario donde sea posible invertir y sacar adelante una fuente de petróleo alterna a la de Rusia sin violar las sanciones.

Big Oil sabe trabajar en ambientes hostiles y con tipos difíciles como Muamar el Gadafi o Sadam Huseín. Igual que Nicolás Maduro, Big Oil no necesita elecciones libres para bombear crudo. Big Oil también ha aprendido desde hace tiempo a vivir entre sanciones.

Hoy el barril Brent cerró a 108.16 dólares.

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