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Brasil
Columna
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Un Brasil desilusionado con la política

El problema del país es que no encuentra nada que le entusiasme políticamente y que le arrastra al conformismo de “todos son iguales”

Juan Arias
Luiz Inacio Lula da Silva
Lula Da Silva en su discurso por el 1 de mayo en São Paulo, este domingo.Andre Penner (AP)

Brasil celebró siempre, después de la dictadura, la fiesta del Trabajo del 1 de mayo con un gran despliegue de manifestaciones populares organizadas por los grandes sindicatos en todo el país. Este año, sin embargo, todo ha sido diferente, ya que a dichas manifestaciones se sumó una iniciativa de la extrema derecha del Gobierno de Jair Bolsonaro con ribetes claramente golpistas como una anticipación al duelo que se prevé en las próximas elecciones presidenciales que se presentan como las más dramáticas desde el final de la dictadura militar.

La sorpresa ha sido que, tanto las manifestaciones de la izquierda, con la presencia de Lula da Silva como las de la extrema derecha, han fracasado como público contra todas las previsiones. En Brasilia como en São Paulo las huestes extremistas de Bolsonaro no aparecieron en masa como esperado. En São Paulo la manifestación de los sindicatos fue de lo esperado a pesar de la presencia de Lula que tuvo que retrasar tres horas su intervención a que se reuniera un poco más de gente.

La demostración de que ambas manifestaciones fueron un fracaso lo revela el escaso espacio que le dedicaron los medios de comunicación. En el diario Folha de São Paulo, Igor Gielow, uno de sus más prestigiosos analistas políticos, lo definió así en su columna titulada El golpismo de Bolsonaro en duelo con la naftalina de Lula en el 1 de mayo: “He ahí el diseño político de Brasil: vaciado del interés real de la población, polarizado a la derecha y envejecido a la izquierda para cada uno cantar su victoria en Twitter”.

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La sorpresa del fracaso de ambas manifestaciones ha sido, en efecto, una alarma de la desilusión que vive con la política este país, el quinto mayor del mundo con 220 millones de habitantes y uno de los más ricos del continente. Y es que los políticos no están siendo capaces de entender que el mundo está cambiando, que los intereses de la gente son otros que en el pasado, que la vieja política se les queda rancia.

Un ejemplo claro es el del fracaso de los grandes sindicatos que un día fueron esenciales para defender los derechos de los trabajadores, vistos como esclavos, sin derechos ni protección. Hoy también en Brasil el problema, al revés, es el de los 12 millones de desempleados, un índice que es el cuarto mayor del mundo. Para ellos no sirven los viejos sindicatos. Hoy conseguir un empleo es visto ya como un privilegio.

En este panorama de un país rico azotado por el desempleo y el hambre, de millones que no consiguen acabar el mes sin deudas y que ven cada día disminuir sus ilusiones de mejoras, la defensa de los valores de la democracia, de la importancia de la política como protección de los derechos se les queda muy lejos. Ello explica en parte el crecimiento de la extrema derecha bolsonarista que había prometido reformas importantes para levantar la economía y combatir la corrupción política. Hoy los brasileños han entendido que habían sido promesas hueras, ya que casi al final del Gobierno bolsonarista lo que aparece es que se ha aliado con la parte más corrupta del congreso y la propia familia del presidente se ve involucrada en presuntos escándalos de corrupción.

Ello explica el que también la manifestación organizada por Bolsonaro con carácter golpista para oponerse a la de Lula, acabara fracasando ya que esperaban que fuera multitudinaria. El mismo presidente apareció solo de refilón para decir que él era “el defensor de la familia, de la patria y de la libertad”. Con ello no era fácil entusiasmar a los suyos a salir a la calle. Derecha o izquierda, así como la democracia aparecen a la gente como conceptos cada vez más desgastados que no resuenan en los millones de pobres que luchan para mal comer.

Y ese es el problema con el que se debate hoy Brasil que no encuentra nada que lo entusiasme políticamente y que lo arrastra al conformismo de “todos son iguales”. Nadie aún en este momento, ni siquiera Lula y su equipo ha presentado nada nuevo, innovador, capaz de entusiasmar a la gente. Se han apagado las utopías, las esperanzas, la ilusión de crear un “Brasil del futuro”.

Acabada la dictadura, Brasil salió en masa a la calle a favor de la democracia, de las elecciones libres, de la defensa de los partidos, de la vuelta a la política con mayúscula. Hoy vive un eclipse de ilusiones ya que ni izquierda ni derechas les presentan propuestas capaces de rescatar la desilusión que les atenaza.

La posibilidad de que pudiera surgir para las próximas elecciones un líder nuevo capaz de interpretar lo que de verdad la gente espera de quienes les gobiernan se está marchitando. Y el peligro es que ese desencanto con la política que se encierra entre dos populismos, acabe favoreciendo las falsas ilusiones de una derecha golpista que exalta los peores instintos de violencia y de rabia. Las amenazas constantes de Bolsonaro a las instituciones y sus arrobos autoritarios pueden acabar como indica la psicología por atraer y capitalizar el momento de descontento, sobre todo, de la masa de los más golpeados por la crisis económica.

Ello explica el que a pocos meses de las elecciones, mientras se daba por seguro un triunfo de la izquierda con Lula ya en la primera vuelta, las cosas empiezan a cambiar y los últimos sondeos hayan sorprendido con un empate técnico. Ello empieza a preocupar a las fuerzas democráticas ya que es sabido que la meta del bolsonarismo es la de rechazar el resultado de los comicios amparándose en que las urnas no aseguran una elección limpia. Hasta el punto que Bolsonaro ha pedido que sea el Ejército, cada vez más cercano a él por haberle colmado de privilegios, quien controle el resultado de las elecciones, algo claramente inconstitucional.

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