La misteriosa desaparición de dos coronas de plata con la bandera de España que adornaban la tumba de Juan XXIII
La Iglesia española debería intentar recuperar dichas reliquias, que son un pedazo de historia
El Vaticano, lo sabemos, conserva infinidad de secretos, unos mayores que otros. Entre los pequeños secretos figura la historia de dos coronas de rosas y claveles, de plata maciza, de 40 kilos cada una. Tienen sendas cintas de seda con los colores de la bandera de España. Estuvieron años en la tumba del papa Juan XXIII, en la gruta vaticana, hasta que sus restos mortales fueron trasladados a la Basílica de San Pedro.
El próximo día 27 es el aniversario de su canonización por parte del papa Francisco, que para acelerar el proclamarlo santo hizo una excepción y no esperó a que fuera reconocido ningún milagro suyo, como indica la legislación vaticana. Según comentó a un amigo “el mayor milagro de Juan XXIII fue él mismo”, que pasará a la historia como el papa del revolucionario Concilio Vaticano II.
Revisando fotos del pasado me he encontrado con una tarjeta postal del Vaticano de la tumba de Juan XXIII, comprada en una de las tiendas de los alrededores de la Basílica de San Pedro, en la que aparecen bien visibles las dos coronas de plata con la bandera de España. Y de repente recordé que aquellas dos coronas tienen una historia que yo viví personalmente, ya que el día de la muerte de Juan XXIII las llevé de Madrid al Vaticano.
Todo empezó con una idea del famoso locutor chileno Boby Deglané, de radio Madrid, hoy Cadena Ser. Eran aún los tiempos del franquismo y de la censura de los medios de comunicación. Los programas de Boby eran una excepción y se transmitían en directo con la participación de oyentes que llamaban por teléfono. Era una operación arriesgada que el famoso locutor llevaba con pulso firme. Una noche, por ejemplo, llamó al programa al que yo participaba una joven de la favela de Vallecas. Quiso contar su historia de pobreza y cómo en los inviernos fríos de Madrid tenía que cubrirse con pedazos de periódicos viejos y soñaba que estaba saliendo el sol que la calentaría. Al acabar de hablar hubo un silencio en el estudio por miedo a la censura. ¿Pobreza en Madrid? ¿Y en tiempos del glorioso caudillo Franco?
La tarde que falleció Juan XXIII, Boby Deglané tuvo la idea de que la radio hiciera un homenaje al papa tan popular y amado por los pobres. Pidió para ello que un grupo de joyeros labraran durante la noche dos coronas de plata que serían llevadas al día siguiente a San Pedro en homenaje al Papa. Así fue. Las coronas fueron colocadas en la radio ya al alba y fueron objeto de una procesión de personas sencillas que antes de ir al trabajo pasaron a besarlas emocionadas. Y a las diez de la mañana fui encargado por la radio de llevar las coronas a Roma mientras los restos mortales del Papa eran velados en la Basílica de San Pedro.
Todo parecía fácil y normal, hasta que en la aduana del aeropuerto de Roma me dijeron que aquellas coronas de plata no estaban autorizadas a salir del aeropuerto. Tuve que acudir a la ayuda de la Embajada de España ante la Santa Sede para que pudieran liberarlas.
Al llegar a San Pedro, las coronas fueron colocadas por algún jerarca vaticano a ambos lados del féretro mientras los fieles desfilaban sin parar para rendir homenaje a uno de los papas más amados de la historia de la Iglesia. Y las coronas españolas acabaron después colocadas a ambos lados de su tumba en la gruta en la que según la tradición había sido sepultado el apóstol Pedro.
Pasó el tiempo y las coronas, que eran ya una reliquia, desaparecieron de la tumba. Fui a informarme con el que había sido el fiel secretario del Papa, Loris Capovilla, y me contó que habían sido retiradas porque en su testamento Juan XXIII pedía que en su tumba “no quería ni oro ni plata”. Así, junto con las coronas de plata españolas fue retirada también una espiga de oro que había enviado el Patriarca ortodoxo, Atenágoras IV, que había sido amigo del Papa más ecuménico que ha existido.
Cuando conté a Monseñor Capovilla la historia de las coronas de plata que habían sido besadas por cientos de trabajadores pobres de Madrid antes de llevarlas a Roma, después de unos segundos de silencio me dijo: “Estoy seguro que si el Papa hubiera conocido la historia no le habría importado tener aquellas coronas de plata en su tumba”. Dicho y hecho. Fue a buscarlas y las encontró en un pequeño trastero detrás de la tumba que usaban quienes cuidaban de su limpieza. Y las coronas volvieron a aparecer en público. Capovilla les quitó, sin embargo, las cintas con los colores de la bandera de España. Me explicó que lo había hecho para evitar los celos de los miles de peregrinos de todo el mundo que podrían ofenderse de aquel privilegio.
Cuando el cuerpo del Papa fue exhumando y llevado a una de los altares de la Basílica de San Pedro, las coronas españolas volvieron a desaparecer. Desde entonces se perdieron en el olvido. Hoy, a días del aniversario de su canonización, me pregunto dónde habrán acabado aquellas coronas. ¿Estarán en algún rincón de los museos vaticanos? ¿Habrán acabado en algún cuarto trastero, o como me insinuó maliciosamente un amigo anticlerical, las habrá vendido (eran 80 kilos de plata) algún monseñor avispado?
De cualquier modo, aquellas coronas serían hoy una verdadera reliquia de uno de los papas que, en uno de los pontificados más breves de la historia de la Iglesia, consiguió hacerse amar por creyentes y ateos. La Iglesia española debería intentar recuperar dicha reliquia, que es un pedazo de historia. En el testamento en el que decía que no quería en su tumba ni oro ni plata, Juan XXIII escribió también, dirigiéndose a su familia, que no les dejaba nada porque “nací pobre y muero pobre”. La frase de Juan XXIII llevaba escondida una crítica a su antecesor Pio XII, el príncipe Pacelli, último papa de la nobleza que repartió títulos nobiliarios a sus familiares.
Y en efecto, la familia de Juan XXIII de Sotto il Monte, en Bergamo, tras su muerte seguía siendo de pobres campesinos que cuidaban de media docena de vacas y ovejas.
Del testamento de Juan XXIII recuerdo una frase que me tocó especialmente. Es la que dice: “No tengo que pedir perdón a nadie porque de nadie me he sentido nunca ofendido”. Sin duda aquella frase iba dirigida a los cardenales de la Curia que se sintieron escandalizados cuando anunció que iba a convocar un Concilio, invitando a Roma a los cinco mil obispos del mundo para intentar una renovación de la Iglesia. Dichos cardenales había incluso discutido deponerle de su cargo bajo la excusa de que no estaba en sus cabales. Se basaban en que al preguntarle si había medido bien la responsabilidad de convocar un Concilio Ecuménico, les respondió con el humor que lo caracterizaba que la idea se le había ocurrido “mientras se afeitaba”.
Así era Juan XXIII, al que el actual Papa Francisco, el pontífice que más se le parece en su simplicidad y apertura de ideas, quiso canonizar sin esperar a que hiciera milagros.
Si pudiera, pediría al Papa bueno el milagro de encontrar aquellas coronas que durante años engalanaron su tumba con el cariño de España.
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