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Un papa bueno no es una redundancia

Juan XXIII intentó encaminar a la Iglesia por la senda de la renovación

Sciamarella

Que un papa pase a la historia como “el papa bueno” quiere decir que no se trata precisamente de una redundancia. Juan XXIII lo fue. Durante sus cinco años escasos de pontificado (de octubre de 1958 a junio de 1963), Angelo Giuseppe Roncalli, el cuarto de los 14 hijos de una sencilla familia de aparceros de Lombardía, marcó la impronta de un papa moderno e intentó encaminar a la Iglesia por la senda de la renovación a través del Concilio Vaticano II. Su campechanía y buen humor establecieron enseguida distancias con la lúgubre severidad de su predecesor, Pío XII, y tras su decisión de que las misas dejaran de ser en latín y de espaldas a los fieles latía mucho más que un gesto.

Juan XXIII acercó la Iglesia al mundo cambiando los mensajes apocalípticos de sus predecesores —ese infierno como amenaza constante— por uno de perdón y esperanza. Si a eso se le une que el papa Roncalli tenía buenos golpes —cuando le preguntaron cuánta gente trabajaba en el Vaticano, respondió: “Aproximadamente, la mitad”—, le encantaba la buena mesa —medía 1,50 y llegó a pesar 100 kilos—, fumaba como un carretero y se escapaba en cuanto podía del Vaticano para visitar hospitales y prisiones, no es difícil imaginar que, aun siendo un desconocido para las jóvenes generaciones, en aquel tiempo rompiera los moldes del Vaticano hasta convertirse en una figura de relevancia mundial.

Roncalli, quien durante la Primera Guerra Mundial ejerció de sargento médico y antes de llegar a papa tuvo una larga carrera diplomática en Bulgaria, Turquía, Grecia y Francia, fue elegido a los 77 años. Se trató de una auténtica sorpresa, una solución de transición que, sin embargo, selló un momento de inflexión. Juan XXIII se abrió a otras religiones, invitó a la Iglesia a hacer autocrítica y, sobre todo, huyó de la pompa y se bajó del pedestal. Su antiguo secretario, Loris Capovilla, nombrado ahora cardenal a los 98 años por el papa Francisco, evocó el viernes sus últimas horas: “Estaba en su lecho de muerte. Me acerqué y le pedí perdón por no haber sido el mejor secretario y él me dijo: hemos hecho nuestro servicio según la voluntad de Dios. No recogimos las piedras que nos tiraron. Hemos sufrido, hemos amado y hemos perdonado. Ese fue el mandato que recibimos. El mandato de una nueva civilización. Que haya paz en la tierra. Ese es el nuevo mandamiento, fundado en la caridad y en la libertad”.

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