Las flores de esta ciudad no huelen a ‘ná’
La globalización, la tecnología o el ocio y el consumo del capitalismo fomentan que seamos cada vez más intercambiables en todo lo que excluye a nuestra cuenta corriente
En la última canción de su último disco, Sakura, Rosalía se pregunta por qué será que las flores de esta ciudad no huelen a ná. Supongo que la ciudad es Miami, que es donde vive ella, pero podría ser cualquier otra. Y en este hecho seguramente se encuentre, en parte, la respuesta: las flores de esa ciudad no tienen fragancia por eso que la Rosalía del pensamiento contemporáneo, el filósofo coreano Byung-Chul Han, llamó “el infierno de lo igual”.
A brocha gorda, el infierno de lo igual sería la homogeneización del mundo y de todo lo que él contiene, incluidas nuestras almas. La tecnología, de la mano del estilo de vida del neoliberalismo, nos habría igualado los unos a los otros, y no precisamente en el sentido con el que soñaba Marx. La paradoja es que las desigualdades se agudizan y la brecha entre ricos y pobres crece mientras que la globalización, la tecnología o el ocio y el consumo del capitalismo fomentan que seamos cada vez más intercambiables en todo lo que excluye a nuestra cuenta corriente.
Dicho así, puede que haya quien se alegre. Quien piense que Netflix ha democratizado el cine, que Mc’Donalds le ha hecho un favor a la clase obrera, que por fin puede salir a comer los domingos, o que Shein le ha dado la posibilidad a las adolescentes de Villanueva de Alcardete de vestir como Rihanna por menos de 10 euros el look. Igual cree, angelico, que sin más religión que la del Tío Sam y sin más identidad que la que uno se construya mediante lo que tenga capacidad de producir y consumir, todos seremos más tolerantes.
Pero nada más lejos de la realidad: el infierno de lo igual genera individualismo y egoísmo, la desaparición del otro como misterio y seducción, como señala Chul Han. Genera homogeneización y pérdida de sentido, y eso queda patente en nuestras almas, pero también se materializa fuera de ellas. Solía reírme de que las casas de viejo eran todas iguales hasta que me di cuenta de que, si había algo más idéntico entre sí, eso eran las casas de joven. Porque un viejo alemán seguramente no tenga la flamenca sino una pechugona enfundada en un corsé sobre la tele, pero los jóvenes tenemos todos los mismos libros en la misma estantería Gersby de Ikea.
También se refleja en nuestras ciudades. Si a uno le vendan los ojos, lo meten en un avión y lo sueltan en los barrios de Malasaña, Kreuzberg o Williamsburg, seguramente tenga que deambular un buen rato para averiguar en qué lugar del mundo está.
En el documental Pasolini y la forma de la ciudad, el cineasta reflexiona sobre cómo el fascismo, aunque lo intentó, no fue capaz de permear en el ser de la localidad de Sabaudia. Pero “ahora, en cambio, sucede lo contrario. Ahora el régimen es democrático, pero la aculturación, la homogeneización que el fascismo no logró obtener para nada, la ha logrado perfectamente el poder de hoy, el de la sociedad de consumo. Ha destruido las realidades particulares, las distintas maneras de ser de los hombres. Esta aculturación está destruyendo Italia. Entonces, puedo decir que el verdadero fascismo es el de la sociedad de consumo”.
Por eso, Rosalía, las flores de esa ciudad no huelen a ná. Porque si las giras pone Made in China. Porque son de plástico. Porque el internacionalismo lo acabaron haciendo, para horror de Pasolini, los otros.
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