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Tribuna
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La derecha de mañana

El PP necesita un proyecto que vuelva a lo material, a lo práctico, a la gestión, a la búsqueda de respuestas concretas para problemas determinados y reales

La derecha de mañana. Pilar Mera
EDUARDO ESTRADA
Pilar Mera

El Partido Popular ha vivido su congreso extraordinario con la esperanza de un elixir terapéutico que sirva de arranque a una remontada victoriosa tras su crisis más profunda, aunque para que un tratamiento funcione es fundamental acertar con el diagnóstico. La guerra interna televisada de los populares, que acabó con la inusual ejecución de su presidente sin pasar por las urnas, la victoria aparente de su figura más populista y el desembarco por aclamación de quien ostenta la única mayoría absoluta del partido, es consecuencia y no causa de esta crisis. El último episodio de una formación desnortada, cuyo conflicto va más allá de los nombres y apellidos de su líder.

El problema de los conservadores nace a su diestra y actúa como espejo inquisidor que obliga a formular en voz alta cuál es su proyecto. Por primera vez, los populares tienen un rival a su derecha que les disputa el terreno con opciones de éxito. La entrada de Vox en el tablero ha provocado en el PP un estado de tensión continuo. El nerviosismo se ha traducido en un discurso confuso y un vaivén de contradicciones y titubeos, entre el rechazo por los gritos del rival y la tentación de contagiarse por ellos. Y a mayor duda, mayor debilidad propia y, con ello, un campo más expedito para el adversario. La suma desencadena un bucle que en un escenario de bloques se vuelve perverso y contradictorio. Sobrevivir implica combatir con aquel que en este contexto parece el único apoyo posible para gobernar.

Pero la crisis de la derecha conservadora por el auge de un populismo que surge con fuerza desde el filo de su campo no es una anomalía española. Tras años de hablar de la crisis de la socialdemocracia, son los partidos conservadores europeos los que parecen a punto de naufragar. Perdidos ante el auge de la extrema derecha, se debaten entre el seguidismo y la falta de referentes. Si a principios del siglo XXI muchos daban por muertos a los partidos socialdemócratas, parece que en los últimos tiempos han encontrado su rumbo. En un contexto de crisis encadenadas y reivindicando un camino similar al de la socialdemocracia de la posguerra mundial, han conseguido redibujar su programa encontrando en retos como el cambio de modelo productivo, la superación de la crisis poscovid o la transición energética justa los revulsivos que necesitaban.

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Resulta llamativo que no haya una reivindicación similar de la alternativa política que acompañó a la socialdemocracia en el mundo de posguerra. Una alternativa de derechas apoyada en lo material que contribuyó a la creación de los consensos económicos y sociales que han sostenido Europa en el último medio siglo. Su concepción del mundo, basada en el humanismo, el universalismo y la justicia social, ofrecía las herramientas necesarias para construir acuerdos partiendo del reconocimiento del otro, la apuesta por el multilateralismo y la creencia de que la defensa de los derechos individuales implica garantizar una cobertura social sostenida en políticas redistributivas.

Que la derecha conservadora recupere estos referentes actualizándolos a la realidad presente tiene especial relevancia en nuestros días. Por un lado, porque le ofrecen herramientas propias para responder a los retos colectivos del mundo actual, algo que no sucede con el neoliberalismo de corte thatcheriano, como se ha visto durante la pandemia. Por otro, porque le brindan un camino para diferenciarse en forma y contenido de la derecha populista, asentado en unos principios claros y con una raigambre histórica exitosa en contextos de crisis. Unos principios, además, que permiten al conservadurismo presentarse como alternativa política a la socialdemocracia dentro del marco de un consenso social y económico que encaja con la trayectoria de nuestras sociedades democráticas y con los valores sobre los que están construidas.

El nuevo PP de Alberto Núñez Feijóo se ha puesto en marcha desvelando los primeros rostros que manejarán su timón. Una mezcla de nuevos y viejos nombres, de geografía variada, pero con un brillo especial de las familias gallega y andaluza. Dos baronías de peso con Gobierno autonómico incluido en un contexto de escaso poder institucional, cuya aura de moderación se ha subrayado con frecuencia por oposición al ayusismo. Temple, equilibrio y gestión como bandera, frente al personalismo impulsivo y castizo de la presidenta madrileña, que ha hecho del enfrentamiento su señal de identidad. Si el congreso de Sevilla parecía nacer de un pacto entre Feijóo y Ayuso, su desenlace apunta a una alianza entre el nuevo presidente y Moreno Bonilla. Bebiendo de sus estilos personales, el partido pone rumbo aparente hacia otro modo de hacer las cosas, más conciliador, recibido con escepticismo desde el borde izquierdo del arco parlamentario y con burla acusadora desde su extremo derecho. Más cálida ha sido la acogida de los protagonistas de los grandes pactos de los últimos tiempos, patronal y sindicatos. Unos con más convicción, otros más a la expectativa, todos celebrando que los populares adopten otro talante.

Pero si las formas importan y mucho, en un mundo real la imagen ha de traducirse en hechos y los gestos, en decisiones. El encuentro con Pedro Sánchez será la primera piedra de toque. Y en el horizonte más cercano, preguntas como qué se votará al plan de respuesta a la guerra de Ucrania, si habrá al fin acuerdo para la renovación del CGPJ o cómo será la convivencia con Vox en Castilla y León. En un futuro próximo indefinido, qué pasará si las elecciones andaluzas colocan de nuevo a los de Abascal como único socio posible. En un mundo real, con dificultades evidentes, el nuevo PP de Feijóo necesita sostener su imagen en un proyecto. Un proyecto que le permita diferenciarse de Vox y sobrevivir como fuerza política, pero también reivindicarse como partido de gobierno, con una cosmovisión y una idea de sociedad propias. Pero hasta hoy ese proyecto es un misterio. El hombre que llegó reivindicándose como un político de actos y no de frases para Twitter no ha parado de dejar titulares controvertidos durante su campaña. ¿Qué rumbo seguirá ahora que ha tomado posesión? ¿Será un Casado titubeante y contradictorio con el pelo cano y más aplomo? ¿O será capaz de construir una alternativa sólida al populismo de Vox?

Esa alternativa no puede tener como único programa la bajada de impuestos. Primero, porque es una receta de dudoso éxito, como muestra, por ejemplo, la descapitalización de servicios públicos en Madrid, que ha creado dos circuitos sociales sostenidos en la segregación y el desconocimiento del otro, lo que permite que crezca la desigualdad, mientras para algunos los pobres sólo existen en los informes de Cáritas. Pero también porque los retos son numerosos y demasiado complejos para que pueda resolverlos una única llave maestra. Es necesario un proyecto que vuelva a lo material, a lo práctico, a la gestión, a la búsqueda de respuestas concretas para problemas determinados y reales.

Construir un proyecto así no implica apostar por la tecnocracia sin valores, como defienden en su propio interés los impulsores de ese nuevo invento tan viejo llamado ahora “batalla cultural”. Y es que, como demostraron la democracia cristiana y sus homólogos contemporáneos, ideología no es sólo nutrirse del cabreo, ponerse a la defensiva, culpar al ajeno de todos los males ni reivindicar la tauromaquia, la caza, las cruces o las banderas de España. Como patriotismo no sólo es homogeneización y centralismo. Frente al ruido de hoy, el mundo de ayer ofrece las mejores pistas a la derecha de mañana.

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