¿Es la economía, estúpido?
No todo el desorden político de los últimos 15 años es consecuencia de la Gran Recesión. Las causas son múltiples y tienen que ver con una pérdida de confianza en los representantes de las democracias
No sé cuántos artículos de prensa se han titulado con la expresión “¡Es la economía, estúpido!”. Dicha expresión tiene incluso una entrada en la Wikipedia. La autoría de la frase corresponde a un asesor de Bill Clinton, quien la lanzó durante la campaña de las elecciones presidenciales de 1992. Desde entonces, se ha utilizado en innumerables ocasiones para recordar que buena parte de los fenómenos políticos que observamos tienen una base económica, de manera que si los políticos abandonan las cuestiones económicas pierden el rumbo.
Me gustaría cuestionar semejante tesis, que quedaba modélicamente representada el sábado pasado en un artículo interesante de Daniel Bernabé: a su juicio, fenómenos tan dispares como el asalto al Capitolio, el procés y el Brexit eran, en última instancia, consecuencia de la Gran Recesión iniciada en 2008 (siguiendo su secuencia lógica, llegaba a concatenar la invasión de Ucrania con la presidencia de Trump). La idea de que los extraños y sorprendentes acontecimientos políticos que hemos vivido en los últimos 15 años son resultado de la crisis del modelo neoliberal de capitalismo que tiene lugar en 2008 está muy extendida entre analistas e investigadores. Me atrevería a decir que es el enfoque dominante.
Además de los ejemplos mencionados, se pueden añadir muchos otros: la victoria del Movimiento 5 Estrellas en Italia en 2018, la aparición de Podemos, el colapso del Partido Socialista Francés y el ascenso de Francia Insumisa, el éxito de los partidos de extrema derecha en los países más prósperos y mejor gobernados del mundo (los nórdicos), las presidencias de Bolsonaro en Brasil y Modi en India, la involución autoritaria en Polonia y Hungría y un largo etcétera. En la medida en que todas estas cosas suceden tras la crisis de 2008, resulta tentador concluir que estos desarrollos políticos son resultado de los problemas económicos que se han producido en estos años (políticas de austeridad, aumento de la precariedad laboral, una fuerte sensación de inseguridad económica, desigualdad, etc.).
Sería una temeridad negar que la Gran Recesión haya influido en la política. Es bien sabido que los resultados económicos afectan al voto y que los “perdedores” de las crisis se desengañan de la política, o al menos de los partidos tradicionales. En España hemos vivido el drama del desempleo, que llegó al 25% en 2012 y 2013, el de los jóvenes y los inmigrantes que abandonaron el país ante la falta de oportunidades, o el de los desahucios. Hemos visto asimismo cómo se recortaba el Estado de bienestar en todas sus partidas y cómo aumentaba la exclusión social y la pobreza infantil. En fin, todo ello no podía sino producir efectos políticos. Como bien se sabe, los dos grandes partidos pasaron de concentrar el 83,4% del voto en 2008 a tan solo el 46,4% en abril de 2019.
Ahora bien, a la vez que ocurrían todas esas desgracias económicas y sociales, nuestra democracia se veía sacudida por escándalos de corrupción sin fin. Que el Partido Popular obtuviera una mayoría absoluta en 2011, con casi 11 millones de votos, y bajaran esos votos a menos de 8 millones años después, fue consecuencia de las políticas de austeridad, pero también de la corrupción.
Esta mención a la corrupción es bien necesaria, pues fue esta la que explica el colapso del sistema de partidos italiano en 1992 y el posterior ascenso de Silvio Berlusconi, un caso pionero en Europa, muy anterior a la Gran Recesión, que prefiguró lo que acabaría sucediendo en algunos países occidentales. Berlusconi es el primer populista europeo de la época reciente, el primer candidato antiestablishment que gana las elecciones mediante la denuncia de la vieja política, proponiendo que los asuntos de Estado se manejen como él manejó su imperio económico. Su éxito en los años noventa del siglo pasado demuestra que no se precisa una hecatombe económica para que la política se salga de sus raíles habituales. Bien lejos de Europa, la India acumulaba años de progreso económico cuando las clases medias emergentes que se beneficiaron del crecimiento sostenido se hartaron de las prácticas clientelares del Partido del Congreso y se apuntaron al nacionalismo excluyente de Modi.
Más allá de la corrupción, el avance de los partidos de la derecha radical y xenófoba en los países nórdicos o en Austria tiene poco que ver con la crisis económica. Estos países gozan de los mayores niveles de protección social en el mundo, son los más igualitarios y la Gran Recesión los golpeó con menor virulencia que a los países del sur de Europa. Sin embargo, nada de eso ha frenado la popularidad de partidos que defienden posiciones excluyentes. Tampoco cabe afirmar que la involución autoritaria en Polonia sea resultado de la crisis económica: cuando en 2015 el partido Ley y Justicia se alzó con la victoria, la economía crecía a un 4,2% (la tasa media de crecimiento entre 2008 y 2015 fue de 3,2%, frente al -0,7% en España en ese mismo periodo).
¿Y Trump? En 2016, el año de su victoria, la economía encadenaba seis años seguidos de crecimiento, con tasas por encima de casi todos los demás países occidentales. Estoy seguro de que hay una “economía política” del apoyo a Trump (estancamiento de los salarios de la mayoría de la clase trabajadora, deslocalización industrial, perdedores de la globalización), pero hay también investigaciones sólidas que muestran un efecto poderoso tanto del conflicto racial como, sobre todo, de un nacionalismo norteamericano agresivo y excluyente.
Si no es la economía la única fuerza causal detrás del desorden político de nuestra época, ¿cabe ofrecer una explicación alternativa? No exactamente. A mi juicio, tiene más sentido ofrecer un diagnóstico general cuyas causas son múltiples. En este sentido, todos los fenómenos políticos anómalos y sorprendentes de estos años tienen en común la quiebra del vínculo representativo, que puede producirse por los motivos más diversos: malas condiciones económicas, políticas de austeridad, escándalos de corrupción, incumplimiento de promesas electorales o porque los partidos del establishment no se hagan cargo de la voz que emana de grupos que se sienten excluidos del sistema.
Lo que caracteriza a casos tan distintos es entonces una pérdida de confianza en los representantes. Las democracias liberales son sistemas complejos basados en la representación política, que puede entenderse como un mecanismo de intermediación entre la sociedad civil y el Estado. Si falla el proceso de intermediación, la política se vuelve caótica, los votantes pierden sus referencias habituales. Surgen entonces líderes fuertes que prometen una forma distinta de hacer política. Son líderes que se presentan como una encarnación o continuación del pueblo. Ante unos partidos a los que se acusa de haber traicionado el ideal de la soberanía popular, los nuevos líderes no prometen gestión ni reformas, prometen “identidad”: recuperar el protagonismo de los ciudadanos y llevar las demandas de la gente al corazón del Estado.
Las democracias liberales recuperarán la estabilidad política si consiguen restablecer la confianza en la representación. Para ello, los políticos tendrán que gestionar de otra manera los asuntos económicos, pero, sobre todo, deberán hacerse creíbles al dirigirse a los ciudadanos. Estamos lejos de ello y por eso cabe esperar que nos encontremos con nuevas sorpresas en el futuro próximo.
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