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tribuna
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Momento Berlinguer

Pretender resolver los efectos de la nueva crisis bélica con ajustes sociales, los lleve a cabo Pedro Sánchez o Alberto Núñez Feijóo, será suicida para la democracia española

Varias personas hacen cola en la plaza de San Amaro, en Madrid, para recibir comida de la Fundación Madrina, el pasado 7 de enero.
Varias personas hacen cola en la plaza de San Amaro, en Madrid, para recibir comida de la Fundación Madrina, el pasado 7 de enero.Alberto Ortega (Europa Press via Getty Images)
Daniel Bernabé

La Gran Recesión de 2008 fue resultado y culmen del neoliberalismo: permitir que la economía suplante el objetivo de la política, aquello que la democracia manda hacer, y no que tan solo marque sus límites en relación con unos recursos finitos. Aunque aquella crisis se superó sobre las cifras, nunca se acabó de resolver al no afrontar la necesaria reestructuración entre capitalismo y democracia, la cual quedó herida en su legitimidad. Las consecuencias de esta brecha se sintieron en acontecimientos tan dispares como el Brexit, el procés o el asalto al Capitolio. También en la pandemia de negacionismo que acompañó al virus, síntoma de desconfianza en nuestros consensos. La perspectiva transforma la concatenación en causalidad: Vladímir Putin nunca hubiera invadido Ucrania sin haber percibido antes la decadencia liberal asociada al fenómeno de Donald Trump.

Esta crisis de onda larga, que los más tercos han pretendido obviar a base de índices bursátiles, 5G y criptomonedas, se manifiesta provocando constantes terremotos de inestabilidad. España la ha somatizado con la posibilidad de la llegada de Vox a La Moncloa de la mano del PP. Para conjurar esta coalición ya se escucha el primer tañido de campanas pidiendo una gran coalición que aleje los populismos del Ejecutivo. Si leemos entre líneas deducimos que a los que piden este pacto no les preocupa tanto Santiago Abascal como impedir que Unidas Podemos vuelva a formar parte de un Gobierno con el PSOE. La mayor parte del liberalismo nacional —perdonen el oxímoron— puede considerar a los ultras una molestia, pero siente que la izquierda con carteras ministeriales es una anomalía a corregir.

Pablo Iglesias, que ya no es vicepresidente pero intenta volver a ser epicentro narrativo, ha reaccionado a esta amenaza trayendo de vuelta la impugnación, explicando las contradicciones y tramas oscuras de nuestro poder económico y político a través de la lucha mediática. Es quizá un intento de propiciar el resurgimiento de los mecanismos que dieron posibilidad a Podemos: mensaje alternativo, audacia en la propuesta y ruptura con lo existente. También una manera de disputar a los ultras el concepto de rebeldía que, desde el escaño azul, es difícil de representar. Puede que Iglesias haya caído en la nostalgia de encarnar lo nuevo contra lo viejo. Puede que busque un momento Toni Negri como deseo de una radicalidad revitalizadora. La cuestión no es valorar si Iglesias tiene razón en su crítica, sino si la España de 2022 se parece a la del 2014.

La crisis permanece pero la indignación ha sido sustituida por el miedo a la incertidumbre. También existe un elemento generacional: los que conformaron entonces la protesta necesitan hoy, por edad, pasar de las expectativas a los resultados materiales. En la actualidad, los jóvenes tienden al conservadurismo o el desencanto porque nunca han conocido una ruptura de expectativas: no es que perdieran el tren del futuro, es que nunca llegaron a tener billete. Por estos elementos puede que hoy necesitemos más que alguien nos asegure por qué pueden salir las cosas bien, antes que nos explique por qué muchas funcionan tan mal. Una parte del electorado valora más el acuerdo que el conflicto simplemente porque nuestra realidad ya es exageradamente conflictiva. La otra busca un refugio sin preguntar quién se lo proporciona y quién se queda fuera: eso los ultras lo saben bien.

El momento Negri, más que una estrategia contra el deseo de expulsar a UP del Gobierno, parece una claudicación, aceptar el papel que otros han escrito para ti: como se acercan tiempos difíciles, mejor cavar la trinchera de los irredentos. Si la radicalidad no parece la vía adecuada en este periodo, alguien podría optar por recomendar moderación y centrismo pero, en política, los antónimos no siempre coinciden con las soluciones. En nuestro presente el contrario de radicalidad es efectividad: la izquierda no requiere de grandes declaraciones de principios, sino de concreción y resultados. Demostrarse útil como ya lo ha hecho en el Ministerio de Trabajo, reclamar su labor en estos dos años aportando estabilidad al país. Construir un momento Berlinguer, el histórico secretario general del Partido Comunista Italiano, que consista en hacerse imprescindible para el funcionamiento de las instituciones, para su transformación y pervivencia.

Pretender resolver los efectos de la nueva crisis bélica con ajustes sociales, los lleve a cabo Pedro Sánchez o Alberto Núñez Feijóo, será suicida para la democracia española. Sin justicia social no puede haber estabilidad, a los ultras solo se les para suturando la legitimidad que vuelva a dar a la soberanía popular el control sobre los fines de la economía. El momento Berlinguer, uno de alcance europeo, es la base para un bloque social renovador que haga frente al autoritarismo, no solo con principios, sino con resultados en la vida cotidiana de los ciudadanos. Un nuevo acuerdo entre los que “solo piensan en cuánto producir” y aquellos que valoran “qué y por qué producir” contra los que han venido a someter a nuestros valores de igualdad y libertad a una involución reaccionaria. Un compromiso, esta vez, con el justo apellido de histórico.


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Sobre la firma

Daniel Bernabé
Daniel Bernabé (Madrid, 1980), escritor. Es autor de seis libros, entre ellos ’Todo empieza en septiembre', 'La distancia del presente' y 'La trampa de la diversidad'. Participa en la mesa del análisis de 'Hora 25', en la Cadena SER.

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