“Veías a policías, pero nadie sabía qué hacer. Estaban tan confundidos como nosotros”
Varios testigos del asalto al Congreso de Estados Unidos relatan cómo vivieron las cuatro horas de sublevación en las que una horda de radicales leales al presidente Trump se hicieron fuertes
Todos ellos esperaban, por un motivo o por otro, un día especial. Cuatro años de Administración Trump han deparado, a quienes la han seguido desde la primera línea, un sinnúmero de días especiales. Pero lo que les acabó deparando este miércoles fue un pasaje para contemplar la historia.
José Borjón, jefe de gabinete del congresista por Texas Vicente González, había advertido a su equipo de que no fueran a su oficina en el Capitolio. La oficina del congresista, como la mayoría de las del Capitolio, lleva prácticamente cerrada desde que golpeó la pandemia. “No hemos ido casi desde el 17 de marzo”, explica Borjón. En una jornada como la del miércoles, en la que el Congreso se disponía a certificar la victoria electoral de Joe Biden y se esperaba la escenificación de una insólita e inane resistencia por parte de ciertos legisladores forofos del presidente saliente, el equipo del congresista González habría ido a trabajar. Pero Borjón sabía que la manifestación convocada por los trumpistas podría traer problemas y, veterano en estas lides, pidió a sus trabajadores que se quedaran en casa. “Le dije al equipo completo que nadie fuera a la oficina, bajo ningún concepto”, explica. “Sin embargo, tengo un empleado que hace de chófer del congresista. Le llamé el martes por la noche y le dije que a él si le iba a necesitar allí, si quería, y que si no tendríamos que buscar otra manera de recoger en su casa al congresista y llevarlo al Capitolio. Le pregunté cómo se sentía. Me dijo que bien. Que contara con él. Le advertí de que podría haber problemas. Pero nunca pensé que pudiera suceder algo así”.
A la mañana siguiente, el chófer fue a recoger a Vicente González, igual que tantos conductores acudieron a los domicilios de otros legisladores por toda la capital. El congresista Colin Allred, demócrata de Dallas, estaba en la ciudad con su hijo y su mujer embarazada, que habían venido de visita. Les dijo adiós por la mañana, según contó en la prensa texana, intuyendo que iba a ser un día duro.
Jazmine Ulloa, de 33 años, se activó pronto para un intenso día de trabajo. Corresponsal política de The Boston Globe, bajó desde su apartamento, en el norte de la capital, a las calles del centro para recoger testimonios de los seguidores de Trump que ocupaban la zona desde primera hora de la mañana. “Fui caminando desde el monumento a Washington hasta el Capitolio, donde entré poco después de las 11.00”, explica, sorprendida al recordar que, debido a la pandemia, era la primera vez desde el 17 de marzo que volvía al Congreso, uno de sus lugares habituales de trabajo. “Al llegar, me instalé en la sala de prensa”, explica. Después fue a la rotonda, a presenciar el ritual de la procesión para entregar los votos del Colegio Electoral del Senado a la Cámara de Representantes, con el objetivo de obtener declaraciones de los senadores. “Nos quedamos en la rotonda unos pocos periodistas enviando cosas, y ya se escuchaban los cantos afuera, resonando en el mármol. Algunos nos miramos con expresión de asombro. Pero no pensamos que llegarían a entrar”, asegura.
Para Ashli Babbitt, de 35 años, veterana de dos guerras, propietaria de una pequeña empresa de piscinas en un suburbio de San Diego (California), no se trataba solo de un día especial. Cuando viajó a Washington, sin avisar a su familia, lo hizo para participar en lo que entendía como un momento crucial para el país. La culminación de algunas de las profecías de QAnon, la delirante teoría que habla de las élites progresistas como una cohorte de pedófilos adoradores de Satanás, por cuyos sumideros cibernéticos se precipitó la joven Babbitt en su duro proceso de adaptación a la vida civil, libre ya para expresar sus ideas políticas extremistas, tras 14 años de servicio en la Fuerza Aérea.
El de las teorías conspiratorias de extrema derecha en Internet es un universo de vasos comunicantes y hace dos meses muchos de ellos confluyeron en un grupo de Facebook, creado justo el día después de las elecciones del pasado 3 de noviembre, llamado Detengamos el Robo. Allí, seguidores de QAnon, activistas del Tea Party y forofos de Trump compartían patrañas, a menudo burdamente manipuladas, que hacían pasar por pruebas de primera mano de fraude electoral. Con ello se construía una narrativa colectiva que ganaba adeptos, a razón de 100 seguidores nuevos cada 10 segundos, según cálculos de The New York Times, hasta juntar 320.000 seguidores en sus 48 horas de vida. Facebook cerró la página y sus seguidores migraron a otros foros, como Gab y Parler, donde la extrema derecha despliega sus ideas tóxicas sin moderación o censura alguna.
Se empezaron a organizar. Primero, subrayando en rojo las fechas de audiencias judiciales en Pensilvania, recuentos en Georgia, reuniones de legisladores en Arizona. Para mediados de diciembre, cuando se agotaron las opciones legales, se marcó otra fecha: el 6 de enero. El lenguaje subió de tono. “La revolución llegará a Washington”, “el 6 de enero, llevaremos la luz a Washington”, se leía en los foros conspiratorios.
“Nada nos detendrá”, tuiteaba este martes Ashli Babbitt. “Pueden intentarlo, intentarlo e intentarlo, pero la tormenta está aquí y caerá sobre Washington DC en menos de 24 horas. ¡De la oscuridad a la luz!”.
Arengadas por el presidente, que se dirigió al mediodía a la multitud de sus seguidores junto a la Casa Blanca, las hordas trumpistas se dirigieron al Capitolio. “Nunca recuperaréis nuestro país si sois débiles. Debéis mostrar fuerza”, les dijo Trump. “Ha sido increíble ver al presidente hablar. Vamos en multitud hacia el Capitolio. Hay un mar de patriotas de rojo, azul y blanco”, decía Babbitt, sonriente, en un vídeo de Facebook obtenido por TMZ.
La llegada de la multitud a las inmediaciones del Capitolio ya se empezaba a notar de manera evidente en el interior. Las imágenes tomadas desde las ventanas muestran un angustioso fluir de gente, lento pero imparable. Jazmine Ulloa ha subido de la rotonda y está en la sala de prensa, terminando una pieza de testimonios que debe entregar al periódico. No hay mucha gente en la sala, que queda justo encima del Senado, pues debido a la pandemia se había limitado el número de informadores que podían acudir en persona. “Entonces uno de los empleados nos dijo que, aunque era solo un plan, solo por si acaso, la idea era encerrarse allí en el caso de que los manifestantes entraran al edificio”, recuerda Ulloa. “Nosotros no nos reímos, pero pensamos que eso no iba a pasar. Sabíamos lo difícil que es entrar allí sin las credenciales adecuadas. Pero momentos después ya nos pidieron, por el circuito de megafonía del Capitolio, que nos apartáramos de las ventanas y las puertas. Un reportero irrumpió en la sala y dijo que habían evacuado al vicepresidente Mike Pence”.
La gente, asegura Ulloa, “empezó a ponerse nerviosa”. Ya circulaban informaciones sobre disparos en el interior del edificio. El personal de la sala explicó que se disponían a cerrar las puertas y pidió a los periodistas que eligieran si se quedaban dentro o salían. “Yo decidí salir”, recuerda Ulloa.
En las diversas entradas al edificio, pronto quedó claro que la policía del Capitolio no contaba con los efectivos, los medios, ni acaso la confianza suficiente para contener la invasión. “Llegué hacia las 14.00, primero a la entrada del oeste”, recuerda Stephen Voss, fotógrafo que estaba cubriendo la manifestación para Politico. “Había batallas muy duras entre manifestantes y policías. La escena se repetía en las otras entradas a las que fui después. El gas pimienta, empleado por unos y otros, volaba en todas las direcciones. Era evidente que no había agentes suficientes y ni siquiera contaban la mayoría con máscaras de gas. Claramente no estaban preparados. Daba miedo”.
Ashli Babbitt entra en el Congreso con el primer grupo. Irrumpen por una ventana, tras romper el vidrio con ayuda de un escudo robado a los policías. Desde dentro, abren las puertas para que entren los demás. El marido de Babbitt le había mandado un mensaje de texto minutos antes, según explicó en Fox News, pero ella nunca contestó. Estaba ya en modo combate. Se había atado una gran bandera de Trump al cuello, a modo de capa, y se puso a la cabeza de un grupo de asaltantes que se detuvo ante la que se conoce como sala del speaker, o líder de la mayoría de la Cámara de Representantes.
Barricadas
La sala había sido cerrada y protegida con barricadas. Al otro lado había miembros del Congreso y policías del Capitolio protegiéndolos. En vídeos tomados por testigos se ve a Babbitt y a otros miembros de la multitud gritar a los agentes que protegen la puerta. Les exigen que se hagan a un lado. Golpean la puerta de cristal. La rompen. Los agentes se apartan de la puerta, la multitud avanza al grito de “¡derribadlo!”, “¡vamos, joder!”. Babbitt, ayudada por otros dos, trata de entrar por uno de los paneles de vidrio rotos de la puerta. “¡Vamos, vamos!”, grita, mientras introduce su cabeza por el agujero en el cristal. Suena un disparo. Babbitt cae al suelo. Sangra por la boca y el cuello. Es la primera víctima mortal del asalto.
Una planta más arriba, Jazmine Ulloa va de un pasillo a otro. Se ve atrapada entre grupos de asaltantes eufóricos que suben y bajan las escaleras. “Mi mente estaba en El Paso, porque me tocó cubrir aquel tiroteo”, asegura, en referencia a la matanza racista en un supermercado de la ciudad texana en verano de 2019. “Veía a la gente correr y pensaba: ‘Este no está armado, pero quién sabe si ese otro lo estará”.
Reciben órdenes contradictorias de los policías. “Veías a agentes, pero nadie sabía qué hacer. Estaban tan confundidos como nosotros”, explica Ulloa. Junto con otros tres reporteros, tratan de encontrar una estancia abierta donde esconderse, pero al final acaban regresando a la sala de prensa, donde les abre un compañero periodista. “Tenía instrucciones”, explica Ulloa. “Nos dijo que vendrían a por nosotros a llevarnos a una sala cuya localización no podemos desvelar”.
Fueron por los túneles que surcan el subsuelo del Capitolio, una zona de seguridad reforzada tras los atentados del 11 de septiembre. Allí se cruzaron con Mitch McConnell, líder de la mayoría del Senado, escoltado por miembros de su equipo de seguridad. Les llevaron a una estancia sin ventanas, de paso, contigua a la sala más grande donde se encerraron los senadores. Allí, con los miembros de la Cámara alta, estaban las cajas de madera que contenían los votos del Colegio Electoral, que unas trabajadoras del Capitolio tuvieron la buena idea de rescatar del Senado para que los asaltantes no se pudieran apoderar de ellas. Por motivos de seguridad, los refugiados no podían desvelar la ubicación de la sala. Pero el senador Jeff Merkley tuiteó unas fotos en las que se ve una moqueta azul, que expertos en el edificio aseguran que corresponde a los sótanos del edificio Hart, que alberga oficinas de la Cámara alta.
“Entramos en esa sala a las 14.36 y estuvimos hasta las 19.11”, recuerda Ulloa. “En esas cinco horas no abandonamos la habitación. Nos trajeron comida en unas bandejas desechables. Pollo, polenta, coles de bruselas. Había agentes del FBI y militares pasando a toda prisa a cada rato. Los senadores pasaban por nuestra sala para ir al baño. Yo aprovechaba para escribir mi artículo. Hablé con mi familia. Me llamó mi tía. Me escribió mi familia por Facebook. Mi madre desde Texas y otros familiares desde Puerto Vallarta (México). Tampoco les conté mucho, les dije que estaba trabajando y que tenía que entregar”.
En el interior de la Cámara de Representantes, tras diversas interrupciones de la sesión, agentes de seguridad irrumpieron corriendo en la sala y se llevaron a Nancy Pelosi, líder de la mayoría demócrata y tercera autoridad del país. El ruido de las protestas a las puertas de la sala era ya alarmante. Los agentes empezaron a cerrar con pestillo las puertas desde dentro. Pero no son puertas de seguridad. El Capitolio, anunciaron los policías, ya no era un lugar seguro. Mientras se decidía cuándo y adónde trasladarlos, pidieron a los congresistas que se pusieran las máscaras de gas que hay debajo de los escaños.
Los policías colocaron muebles para bloquear las puertas, sacaron sus armas y apuntaron con ellas al exterior. El congresista Allred, exjugador de fútbol americano, envió a su mujer embarazada un mensaje expresándole su amor, según relató en The Texas Tribune, y se dispuso a ayudar a contener a los invasores. “En ese momento, no me pareció que tuviéramos una salida”, explicó. “Me quité la chaqueta y la corbata, estaba preparado para enfrentarme a lo que sea que entrase por esas puertas”.
Los congresistas son trasladados a otro lugar seguro y secreto del edificio. Mientras tanto, José Borjón monitorea la situación de su equipo desde su apartamento a dos bloques del Capitolio. El chat que mantiene con el congresista González y sus empleados echa chispas. Sabe que el jefe está en la Cámara baja. “Pero yo tenía un trabajador que le hace de chófer y tenía que localizarlo”, explica. “Le localicé por el móvil. Me dijo que estaba en la cafetería del edificio Longworth, uno de los tres bloques de oficinas para la Cámara baja. Le dije que corriera a nuestro despacho y se encerrara. Me dijo que no le dejaron entrar, que habían cerrado el edificio Cannon completamente. Yo recordé que allí, en el Longworth, tenía unos amigos, en el quinto piso, en la oficina de la congresista Verónica Escobar, de El Paso. Le mandé un mensaje de texto al muchacho. Mi empleado corrió hacia allí y permaneció desde las dos de la tarde a las nueve de la noche en esa oficina, escondido”.
Pasadas las 18.30, se oyeron aplausos en la sala donde se ocultaban los senadores. Las fuerzas de seguridad habían logrado retomar el control el Capitolio y los legisladores habían decidido retomar la sesión de inmediato. Certificarían la victoria de Joe Biden esa misma noche. No permitirían que los invasores se salieran con la suya. Los agentes entraron en la sala donde se encontraba Ulloa y dijeron a los periodistas que podían salir. De camino hacia la sala de prensa, explica Ulloa, el panorama era muy triste. “Nos dijeron que no tocáramos nada, que todo estaba lleno de gas pimienta”, recuerda. Al rato, Ulloa regresó a su casa. El exterior del Capitolio era un vertedero de basura, banderas por el suelo, pancartas, botellas vacíos de bebidas energéticas. De camino a casa, fue tratando de digerir lo que había vivido. “Es interesante”, explica. “Fue enormemente grave, pero quizá no del todo sorprendente, por todo lo que hemos visto estos cuatro años. Sonaba a algo, lamentablemente, familiar”.
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