Unas bonitas bolsas plateadas
La experiencia de los soldados rusos y soviéticos en anteriores guerras revela la brutal dureza de los frentes
La guerra cambia la manera de ver las cosas en cada uno de los soldados que va al frente, descompone lo que lleva dentro, erosiona los propios valores. Eso solo lo saben los que van allí, quienes miran cara a cara a la muerte y conviven con la destrucción. En la retaguardia es diferente; es el lugar donde se analizan desde la distancia los movimientos de las tropas, se apunta el número de víctimas, se discute sobre las derivadas económicas o geopolíticas de cada conflicto. “Siempre había pensado que la guerra sería en blanco y negro. Pero es en color”, escribió hace años Arkadi Bábchenko en La guerra más cruel. “No es cierto que los pájaros no canten y que los árboles no crezcan. En realidad, la gente era asesinada en medio de colores brillantes, entre el verde de los árboles y el azul del cielo. A nuestro alrededor la vida brotaba esplendorosa, los pájaros gorjeaban y las flores crecían. Había muertos sobre la hierba, y sin embargo no daban miedo, porque formaban parte de ese mundo de color”.
Bábchenko fue uno de los soldados rusos movilizados para combatir en la guerra de Chechenia. Las primeras humillaciones que padeció vinieron de los veteranos de su batallón, que lo machacaron a palizas y le exigieron prebendas. Les daban duro a los muchachos recién llegados y, dice Bábchenko, ellos enseguida aprendían a callar y a adoptar una actitud sumisa. “A ese modo de actuar lo llamábamos ‘poner en marcha al tontito”, explica. Pronto estuvo ya metido en el fregado. Grozni en agosto de 1996 era “un auténtico infierno”. “No dejaban de llegar cadáveres, era como un río sin fin. Ya no venían dentro de bonitas bolsas plateadas; ahora los traían de cualquier manera: amontonados, hechos pedazos, carbonizados, hinchados…”.
En Los muchachos de zinc, Svetlana Alexiévich reconstruye lo que vivieron los soldados soviéticos en la brutal guerra que libraron en Afganistán entre 1979 y 1989. Uno de ellos le contó que sus mandos les decían que lo que hacían era justo: “Ayudamos al pueblo afgano a dejar atrás el feudalismo y a levantar una sociedad de socialismo luminoso”. Otro le comentó: “¡Íbamos a hacer la revolución! Eso era lo que nos decían. Y nosotros nos lo creíamos. Ante nosotros veíamos algo romántico”. Poco a poco fueron entendiendo lo que significaba aquello: “Los cadáveres yacían en una sala aparte… Estaban medio desnudos, con los ojos arrancados; una vez vi uno con la estrella dibujada a cuchillo sobre la barriga…”. Y eran esos cadáveres los que regresaban de vuelta a la Unión Soviética en ataúdes de zinc.
Bolsas plateadas, ataúdes de zinc: ¿cómo regresarán a casa, cómo están regresando ya, los que caen y los que caerán en Ucrania en esta nueva guerra que ha puesto en marcha Putin? Lo que seguramente les han dicho a los soldados que han enviado al matadero es que van allí a terminar con un país nazificado. La verdad es diferente. “Nos enviaban a morir y a matar”, escribió Bábchenko, “y no sabíamos con qué finalidad lo hacíamos, solo habíamos tenido la mala suerte de haber nacido dieciocho años atrás y haber crecido justo a tiempo para combatir en esta guerra. Ésa era toda nuestra culpa”. Alexiévich reclama que es necesario “un espacio para lo diminuto, lo personal y lo aislado”. Hacerle un hueco para escuchar lo que padecen los que ahora están combatiendo. Pero eso es lo más difícil: llegar al corazón del horror.
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