Lenguas, matrias, luciérnagas
Tendría sentido que se diera un paso al frente a nivel estatal para proteger esas lenguas cooficiales, que no son algo restringible a unas autonomías, como si no tuvieran hablantes por todo el territorio nacional
En algunos de sus ensayos, Pier Paolo Pasolini denunciaba la homogeneización cultural de la sociedad de consumo como una acción sutil, totalitaria y represiva, y entre sus consecuencias señaló la pérdida del mundo campesino, las tradiciones y las identidades. En definitiva, una aculturación —que también atañe a las lenguas— debida sobre todo al abandono del espacio rural, a lo que hoy se uniría el efecto demoledor de la globalización.
La ideología del hedonismo consumista —acéfala, omnímoda, brutal— conlleva, según el mismo escritor, el estancamiento en una ciénaga de egoísmo, incultura, rumorología, coacción y conformismo, a lo que se sumaría el moralismo y la falsa tolerancia. Su impulso devastador es tal que apenas deja otra salida que la protesta solitaria y quijotesca. En el caso concreto del idioma, señala Pasolini cómo los dialectos se van desvaneciendo, pierden su fuerza inventiva, y ya ningún joven podría entender la jerga de sus primeras novelas. Y compara esa pérdida con los efectos letales de la contaminación sobre el aire y las aguas, y la dramática desaparición de las luciérnagas.
Son reflexiones que conservan hoy toda su vigencia: las lenguas se precipitan hacia un reduccionismo que lleva a los nietos a olvidar las palabras que usaban sus abuelos, y de ahí el auge de la literatura que reivindica la oralidad como gesto desesperado de la memoria. Es llamativo además cómo las lenguas minoritarias se ven a menudo desplazadas por las que dominan en la comunicación internacional, como el castellano y sobre todo el inglés, la lengua preferente de intercambio en tantas instancias de la UE, a pesar de la salida del Reino Unido.
Esa acción erosiva resulta particularmente penosa por el componente emocional de las lenguas. Si una patria es el lugar en que se nace o al que pertenecemos, podría llamarse matria a la lengua —lenguas, en el caso del bilingüismo— en que se nace y se vive: el vínculo afectivo del ser humano con ambos —su tierra y su idioma— es tan poderoso que lo sentimos casi como algo fisiológico. Y puede hasta dolernos, sea por su olvido, sea por su maltrato o su pérdida. Uno de los libros más conmovedores del poeta argentino Juan Gelman es una carta a su madre escrita en el exilio después de saber que ella había muerto: en sus versos la identifica con el tejido de la palabra y el tiempo, en la convicción de que al nacer pasamos del útero materno a ese otro útero que es el idioma, que nos acompaña hasta la muerte. Para él, sumergirse en su lengua desde ese doble exilio —de la patria y la matria— era una manera de volver a refugiarse en el líquido amniótico primigenio. De volver a estar en y con la madre.
Las implicaciones afectivas de las lenguas tienen que ver con sangres, geografías, historias y culturas compartidas, y por eso es triste que a veces se conviertan en objeto de tensiones. En la longa noite de pedra que fue el franquismo —como la llamó Celso Emilio Ferreiro— se censuraron las lenguas minoritarias, y Salvador Espriu pidió amar les parles diverses en nuestra pell de brau. Con la llegada de la democracia fue importante privilegiar esas matrias preteridas, y se hizo a menudo a través de la inmersión en la escuela. Esa opción ha cumplido un papel esencial de recuperación, pero tiene algunas limitaciones: una es el descontento de quienes prefieren un modelo mixto; otra es que la inmersión no frena la globalización.
Por eso tendría sentido que se diera un paso al frente a nivel estatal para proteger esas lenguas cooficiales, que no son algo restringible a unas autonomías, como si no tuvieran hablantes por todo el territorio nacional. Al fin y al cabo, así lo indica la Carta Europea de las Lenguas Regionales o Minoritarias, que pide fomentar “la comprensión mutua entre todos los grupos lingüísticos del país”. Haya pues lectorados y becas que enlacen nuestras universidades para compartir ese tesoro lingüístico y cultural, y que crucen nuestro territorio como lo hacen los Erasmus en Europa: tejiendo Europa. Léase a Joanot Martorell —admirado por Miguel de Cervantes—, y a Josep Vicent Foix —primer premio nacional de las Letras Españolas—, y también a Bernardo Atxaga y a Álvaro Cunqueiro, y a Rosalía de Castro y Montserrat Roig y tantísimos escritores más de nuestra tradición común. Foméntense las ediciones bilingües, los lazos, los encuentros. Que las matrias sean puentes y no muros ni terrenos de batalla. Que no haya el más mínimo peligro de que la globalización acabe con las luciérnagas.
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