España de todos nosotros
Si se quiere entender la historia de nuestro país es preciso tener en cuenta tanto el enfoque social como el nacional. No hacerlo es volver sobre las andadas de un pasado conflictivo que terminó en una contienda civil
En España, el consumo de libros de historia, al menos los de procedencia académica, no es tan elevado como en otros países del entorno europeo. Esto no significa que no haya interés sobre el pasado ni que este no se halle muy presente en otros registros, como la novela, el ensayo y los medios de comunicación de masas. Después de muchas décadas de cierta indiferencia respecto del pasado, llevamos años viviendo un fuerte revival memorialista que, en cierto modo, refleja tanto una fuerte demanda de historia como una clara desconfianza sobre el futuro. Y cuando el futuro es nebuloso, el pasado se vuelve también confuso y controvertido. El asunto central es comprobar si es posible construir un discurso sobre el pasado que permita el debate y resista la confrontación maniquea sobre el mismo.
Las preguntas, a veces demasiado angustiosas, sobre el pasado de España han estado a la orden del día desde hace siglos, fuese a propósito del papel imperial de la monarquía de España o fuese sobre la composición interna de su poder territorial, sobre todo si en esta mirada estaba incluido Portugal. Desde el Memorial de Olivares o la reflexión de Antero de Quental sobre la “decadencia de los pueblos peninsulares” hasta la encendida prosa regeneracionista se acumulan reflexiones sobre los modos, ya no de construir sino de entender y explicar España. La confrontación civil de 1936 dio origen a una lucha de “España contra España” que se sustanció tanto en el interior como en el exilio con resultados bien distintos. Una de las voces más lúcidas que, desde el destierro mexicano, trató de acuñar una visión integrada de la realidad política y cultural de España fue la de Pere Bosch-Gimpera. Su visión de España, expuesta ya durante la Guerra Civil en un famoso discurso en Valencia, se amplió con la experiencia del exilio, dando lugar a un texto, La España de todos, publicado en España a principios de los setenta (Seminarios y Ediciones). Al mensaje defendido en aquel libro no se le prestó demasiada atención, ante la urgencia que presentaban otros problemas durante la transición a la democracia.
Pero la democracia y la nueva organización del poder territorial en forma de autonomías no resolvieron aquellos debates, sino que los fragmentaron y agudizaron, dada la dificultad de construir un relato de España con suficiente fuerza moral y capacidad inclusiva. Un punto de inflexión lo constituyó el debate promovido a fines de los noventa por el Gobierno de José María Aznar con la denuncia del “estado calamitoso” de la enseñanza de la historia y el posterior proyecto de su reforma. Era una invocación a recuperar el papel nacionalizador de la historia. Entre las muchas voces que entonces se pronunciaron sobre el proyecto, recupero las de dos historiadores bien distintos: la de Josep Fontana que sostenía, en un artículo publicado en EL PAÍS en 1997, que “hay que aclarar de qué España se quiere enseñar la historia” y la de Miguel Artola que, en un debate celebrado en Vitoria sobre este asunto en 1998, concluía que “sin determinar qué España, resulta muy difícil precisar qué historia”.
Las preguntas formuladas entonces siguen en pie, pero las respuestas no acaban de llegar, ni en el sentido en que las planteaba Bosch-Gimpera ni en la propuesta de Fontana sobre la necesidad de escoger entre “un puñado de reyes y gobernantes” o de “millones de campesinos”. Por esta razón, es muy oportuna la reciente reflexión de Gonzalo Pontón, España. Historia de todos nosotros, que afronta este problema como un experimentado editor que emplea las destrezas y preguntas propias del historiador. Su tesis central es construir un relato escrito “desde abajo”, sin olvidar la naturaleza del sujeto de la narración, que suele ser una España plural, compuesta de reinos o “multinacional”. Las periodizaciones del fluir histórico de España se hacen con criterios sociológicos y no cronológicos: los tiempos medievales son los propios de “cristianos, musulmanes y judíos” y los del imperio de los Austrias, de “castellanos, portugueses, catalanes”. Así sucede en todos los capítulos de la obra, rematando con los “ciudadanos” de la época democrática. La apuesta se asemeja más, incluso en el tono de la redacción, a la prosa de Fontana que a la de Artola, pero los resultados apuntan en la dirección correcta: si se quiere entender la historia de España es preciso tener en cuenta tanto el enfoque social como el nacional. No hacerlo y volver sobre las andadas de las dos Españas, la “roja” y la “rota”, ya sabemos que desembocó en una contienda civil, aunque las últimas palabras del libro de Pontón son poco esperanzadoras. Refiriéndose a las “luchas inmemoriales de hombres y mujeres por salir adelante” frente a las adversidades de la historia, acaba por preguntarse si “fracasarán de nuevo”, para concluir que “no es cosa de la historia, sino de la política”. Pues de eso se trata, de la política de la España de todos y la de todos nosotros.
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