Uno de esos días
No hay médico que, con su vida amenazada por un imbécil, no se preocupe por ese imbécil si se agachó para recoger un arma y se le pinzó la espalda
Una mujer tiene secuestrada a otra en un sótano, encadenada de manos y pies a la cama. Cuando la secuestradora baja a verla, se encuentra con que tiene entre sus manos a su loro y amenaza con matarlo. “Hazlo, compraré otro”. Y cuando la mujer encadenada empieza a retorcerlo, la otra grita descontrolada y le empieza a tirar cosas a la cabeza, completamente fuera de sí; el loro se suelta, sale volando y la secuestradora vuelve a la cama a ajustar, una a una, las cadenas. Llora aún nerviosa. Y la víctima, atada a la cama, le pregunta preocupada: “¿Estás bien?”. “No, tengo uno de esos días”, solloza la secuestradora, que se acerca a la cama, se sienta y le pregunta a su rehén si tiene hambre. “¿Sí? Yo también, voy a preparar algo, ¿vale?”.
La escena ―de la serie Yellowjackets― impresiona por la delicadeza con que se define, de manera fulminante, la sororidad. No he visto en la ficción una manera más devastadora y arriesgada de hacerlo. “Me has secuestrado y me tienes atada, amenazas con inyectarme fentanilo para que mi muerte parezca un suicidio, ¿pero tienes la regla? Yo sé lo mal que se pasa. Prepárame unos fetuccini, que yo no me puedo mover, y abramos un vino; hablemos, hermana”. Parece comedia y quizá lo sea, pero hay pocas cosas que unan más que un dolor compartido, especialmente si es un dolor inesquivable, una marca de nacimiento que se convierte, para muchas mujeres, en un dolor militante; algo solo de (casi todas) ellas. Al fin y al cabo, es más fácil comprender a quien tiene la regla como tú, que a quien permanece secuestrada y atada a unas cadenas: eso no se hace durante varios días al mes. Sí, es preferible lo primero, pero si el secuestro dura unos días y sales viva, habrá quien lo prefiera a la tortura de “esos días” durante media vida.
Uno de los raros encantos de la vida, y hay varios, es ese momento en que uno siente una solidaridad inaplazable con quien te está haciendo daño por un dolor que sientes también tuyo. Tengo terrores nocturnos con tres de ellos: el cólico de riñón, las muelas y el mal de amores. Si alguien me está apuntando con una pistola y de repente se lleva la mano al lumbar, le da un trallazo el nervio de una muela, y le pita el móvil porque su pareja le dice que se está yendo de casa, yo le pido la pistola y me disparo cuatro balas “porque tú bastante tienes ya con lo tuyo”. Me gusta creer que no hay odio ni deseo de venganza, ni crimen violento, que no pueda tener unos minutos de tregua a causa de un contratiempo por parte del criminal que haga empatizar de repente a su víctima. No hay médico —esto siempre me ha parecido maravilloso— que con su vida en peligro o amenazada por un imbécil, no se preocupe por ese imbécil si de repente se agachó para recoger un arma y se le pinzó la espalda. Si ustedes tienen la desgracia de odiar a alguien, no me digan que no son capaces de sentir de repente piedad por ellos en caso de sufrir algo que ustedes han sufrido, e incluso proponerles una pequeña paz. Ese momento impresionante de la vida en que nos une un dolor más pequeño del que nos van a hacer, y, sin embargo, más familiar, tanto como para empatizar con él, aun en silencio y con el rencor intacto, hasta en las situaciones más monstruosas.
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