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Tribuna
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Recusaciones y otros daños al Tribunal Constitucional

El órgano de garantías ha reelaborado su doctrina sobre los intentos de apartar a sus magistrados con alegaciones de “falta de imparcialidad”, lo que contrasta crudamente con lo sucedido en el caso del Estatut catalán

Pleno del Constitucional, presidido por Pedro Gonzalez-Trevijano (en primer término), en diciembre.
Pleno del Constitucional, presidido por Pedro Gonzalez-Trevijano (en primer término), en diciembre.KIKE PARA
Juan F. López Aguilar

A la memoria de Pablo Pérez Tremps (1956-2021)

En un auto del 15 de diciembre de 2021, el pleno del Tribunal Constitucional (TC) resolvió desestimar las (¡33!) recusaciones contra sus magistrados Enrique Arnaldo y Concepción Espejel interpuestas por dirigentes independentistas encartados por el procés, algunos de ellos condenados y otros —como Carles Puigdemont— todavía pendientes de su comparecencia ante la justicia española. Con ambos magistrados a bordo de una decisión adoptada por unanimidad de asistentes, el TC ha hecho lo necesario para salvaguardar su jurisdicción sobre los asuntos conexos a los sucesos de octubre de 2017: su actual composición ya se ha visto mermada por dos abstenciones previas (Cándido-Conde Pumpido y Antonio Narváez) y una baja por enfermedad (Alfredo Montoya), por lo que, de admitirse dos nuevas exclusiones, hubiese quedado sin el quórum exigido por su propia Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC, artículo 14). Pero para ello ha debido reelaborar —sin asumirlo expresamente— su doctrina antecedente: afirma ahora, claramente, que no procede estimar recusaciones “abusivas” orientadas a alterar la composición del órgano que debe entender y juzgar un proceso constitucional, y menos aun alegando “falta de imparcialidad” supuestamente causada por “manifestaciones vertidas” por alguno de sus miembros en “publicaciones académicas o artículos de opinión antes de haber adquirido la condición de magistrado”. No sólo porque de otro modo sería imposible asegurar el enjuiciamiento en un número indeterminado de casos, sino porque de la Constitución (CE) se desprende que su composición requiere juristas con experiencia y práctica sobre asuntos relevantes, y no “con la mente en blanco” ni currículos abstractos carentes de conexión con los pleitos que, por su naturaleza, deban llegar eventualmente a la bandeja de entrada del órgano de garantías.

El acierto de esta posición contrasta crudamente, en su contundente rechazo a truculencias procesales para condicionar la composición y el fallo del TC, con el precedente sentado por la admisión y estimación de la recusación interpuesta por el PP contra el magistrado Pablo Pérez Tremps en el caso Estatut de Cataluña, LO 6/2006, que acabaría siendo resuelto por la STC 31/2010 (la más larga de la historia). Su apartamiento del caso lo exigió la parte actora de un recurso masivo de inconstitucionalidad contra el Estatut catalán (impugnó el 90% de sus 223 artículos) conforme a un cálculo estratégico diseñado al milímetro —con precisión militar, si se admite la metáfora— por el entonces director de su equipo jurídico (Federico Trillo) con la manifiesta intención de modificar la “correlación interna de fuerzas” en el TC. ¿Su objetivo proclamado? Auspiciar la alineación de una mayoría proclive a la estimación del recurso sin reparar en daños sobre la reputación y credibilidad del TC, ni tan siquiera, tampoco, en el perjuicio causado a su autoridad actualizadora de la CE. Un daño que la secuencia de turbulencias posteriores pondría de manifiesto, visto el impacto lesivo, y duradero, que generó el agravio percibido por una causa general que impugnaba en el Estatut numerosas previsiones que ya figuraban vigentes en el nuevo Estatuto de Autonomía de la Comunidad Valenciana (LO 1/2006, primero de los llamados de “tercera generación”), como luego en el Estatuto de Andalucía (LO 2/2007) y en otros muchos sucesivos, todos ellos aprobados con el voto del PP.

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Aquella estrategia incluía recusar simultáneamente a Pérez Tremps —por haber publicado, antes de acceder al TC, un estudio sobre la acción exterior y europea de Cataluña en un volumen colectivo del Institut d’Estudis Autonòmics de la Generalitat— y a quien era entonces presidenta del supremo intérprete de la Constitución, María Emilia Casas, sobre la pretensión peregrina —por no emplear términos más duros— de que su marido, el catedrático Jesús Leguina (fallecido, antiguo magistrado del TC él mismo), había participado también en un informe de asesoramiento a la comunidad autónoma de Cataluña. Por penoso que hoy resulte repescar este episodio, la acumulación de recusaciones tensionó al TC al punto de que su desbloqueo sólo resultase posible en una suerte salomónica de rechazo a la de Casas y de estimación, a contrario, de la de Pérez Tremps (seis votos contra cinco). En una ironía no subrayada, la “acción exterior” de Cataluña fue de las escasas porciones del enorme texto estatutario que no fue objeto de reproche en la extensísima sentencia del TC al cabo de cuatro años de espera tensa y contenida. La historia de lo que acaeció después sí es, sin embargo, sabida: de los más de 200 preceptos recurridos —y aun tras la alteración del equilibrio interno con que el PP pretendió apalancar una ventaja de situación para el que consideraba su “bloque conservador”—, el TC acabó desestimando aquel recurso masivo por mor del denominado “fallo interpretativo” y de la declaración de inconstitucionalidad de una docena de incisos. Pero su impacto social y político fue sísmico, si es que no catastrófico en sus efectos, que aún perduran e imponen un desafío al relanzamiento de la unidad integradora de España con Cataluña y toda la ciudadanía catalana dentro.

¿Recusaciones basadas en escritos y dictámenes? Nunca debió haber sucedido. Pérez Tremps, hoy fallecido, merece ser reivindicado; el auto del TC repara, sí, —aunque tardíamente, lo que es, tristemente, un mal cada vez más frecuente en nuestra justicia constitucional— parte del daño infligido entre tirios y troyanos no sólo al que fue su magistrado injustamente recusado, sino a su propio crédito como intérprete y garante del que penden los valores más intangibles y frágiles de nuestra convivencia bajo la Constitución.

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