El Gobierno de Castillo, sin liderazgo, sin rumbo
En Perú se requiere urgentemente un consenso básico sobre un nuevo Gabinete para salir de la crisis. El presidente necesita fortalecerlo y no boicotear con sus malas decisiones su continuidad
Los cambios que buscó realizar el ministro del Interior, Avelino Guillén, en la Policía Nacional del Perú para combatir la corrupción desataron una crisis de gobierno en los últimos días de enero. La renuncia de Mirtha Vázquez, la primera ministra, tras la salida de Guillén y la dificultad de ponerse de acuerdo con el presidente sobre un reemplazo adecuado, llevó a la conformación de un nuevo gobierno de la noche a la mañana. El nuevo gabinete expresa no solo unos rostros altamente cuestionables, sino la profunda desorientación política del presidente Pedro Castillo. Si el giro del presidente Humala en el 2016 buscó asegurar la continuidad del modelo neoliberal de crecimiento en Perú, el giro de Castillo, más que un giro a la derecha, es un giro sin rumbo. El primer ministro elegido, Héctor Valer, un ultraconservador, que ha sido demandado por violencia familiar por su hija y esposa, terminó renunciando al tercer día de su juramentación debido a la presión social. Sin reemplazo por varios días, el presidente ha dejado Perú a la deriva.
En una sociedad profundamente clasista y discriminadora como la peruana es fácil caer en la tentación de acusar al presidente Castillo de ignorante, señalar su origen campesino para explicar su incompetencia para gobernar, y con ello, continuar reproduciendo las terribles prácticas discriminatorias que nos dividen entre peruanos. Sin embargo, el liderazgo político no se aprende en la universidad. Ni Lula da Silva, ni Evo Morales, quienes tuvieron menos educación formal que Castillo, y que compartieron su modesto origen, han sido incapaces de gestionar el poder político. Por ello, la incompetencia de Castillo en el gobierno es más bien un síntoma de algo más grande; la ineptitud de la sociedad peruana de construir organizaciones para gobernarse. En Perú ha persistido la ausencia de organizaciones sociales y de partidos políticos solventes.
Nadie puede negar la importancia de las organizaciones en cualquier lado, el sector público, privado, en la sociedad civil, para ayudarnos a reducir el alto costo del caos diario y crónico en nuestras vidas. Precisamente, lo que hoy estamos viviendo políticamente los peruanos. Además, la corrupción, y en el mejor de los casos, la informalidad del poder político, son también consecuencia de esa debilidad organizacional. Sin embargo, lo que Castillo nos muestra, adicionalmente, es que la debilidad de las organizaciones en Perú ha imposibilitado también la construcción de liderazgos políticos.
Lula se fogueó como líder en el sindicato metalúrgico, uno de los más poderosos del país, su camino a la Presidencia no fue fácil, ni llegó al salón presidencial en su primera contienda electoral. Lo mismo pasó con Evo, quien desde su origen campesino escaló de dirigente sindical del movimiento cocalero al movimiento indígena, hasta llegar al poder de Bolivia con su partido, Movimiento al Socialismo. En el camino tuvo que aprender a tener sentido de supervivencia, negociar con quién pensaba diferente o con agendas distintas a la suyas, trabajar en alianzas para que éstas sumen y no resten. Todo ello implicó ir convirtiéndose en líder, construir una narrativa de unidad, para no caer en el disenso sectario y purista, tan común en la organizaciones peruanas. Ya en el gobierno, el liderazgo de Evo creció, y su experiencia como dirigente social le permitió la construcción de consensos para los cambios redistributivos que se llevaron a cabo en Bolivia, con concesiones al empresariado cruceño, a las compañías internacionales de gas y también a los sindicatos mineros. Más allá de que nos guste o no su gobierno, y su intención de quedarse en el poder que llevó a la más reciente crisis política en Bolivia, lo que queremos resaltar es que la experiencia que Evo adquirió en su recorrido como dirigente social le permitió darle un rumbo político al gobierno, sea ese rumbo de nuestro gusto o no.
Castillo es un líder social en un país sin sindicatos u organizaciones sociales fuertes, al menos desde los noventa. El conflicto armado interno destrozó nuestro ya débil tejido organizacional, y la salida de la crisis, de la mano del mercado y el sueño del “todo propio”, puso en duda su valor. Si bien Perú es el país con más conflictos sociales en América Latina, las organizaciones se fragmentan y dividen rápidamente. La fragmentación política le sirvió a Castillo como un trampolín que lo llevó, sin escala, a la Presidencia, pero no hubo aprendizaje. Como él mismo lo ha dicho en una entrevista a la prensa internacional, recientemente, “Perú va seguir siendo mi escuela”.
Ahora, más allá de las organizaciones, finalmente están las personas. No tiene sentido especular sobre si es intencional o no la insolvencia del presidente para tomar decisiones, para comunicar públicamente y evitar rodearse de personas, que no solo no son competentes para ocupar cargos de Estado sino que además son sospechosas de corrupción. Más allá de la intencionalidad kantiana del presidente, las consecuencias para Perú son las mismas y son nefastas. Eso no disculpa ni hace menos culpables a gobernantes anteriores, finalmente todos se encuentran investigados por corrupción, con la excepción de los dos presidentes que no fueron elegidos, Alberto Paniagua y Francisco Sagasti. Sin embargo, son las personas a las que prometió ayudar con tanta evocación las que más sufren las consecuencias de las crisis políticas que provoca.
Los más pobres tienen que vivir con la creciente violencia de un país cada vez más inseguro en donde en seis meses han habido seis ministros del Interior (a cargo de la seguridad ciudadana). La costa peruana sufre una de las crisis de contaminación petrolera más importantes de su historia, que se suma a otros derrames igual de graves en la Amazonía, y elige un ministro de Medio Ambiente que no solo no tiene ninguna experiencia en el sector, sino casi ninguna experiencia laboral en nada. El retroceso de las reforma educativa superior con el Congreso entregando los sueños de los jóvenes del “pueblo”, que tanto nómina, en manos de universidades informales y estafadoras, sin que su Gobierno haga nada para objetarlo.
Se requiere urgentemente propiciar alianzas amplias, y un consenso básico en un nuevo Gabinete solvente para salir de esta crisis. El presidente necesita fortalecer ese Gabinete y no boicotear con sus malas decisiones su continuidad. Sin embargo, también se necesita construir organizaciones sociales y políticas que permitan detener la cuesta abajo. En el mediano plazo, se requieren nuevas narrativas colectivas que ofrezcan una dirección, sean estas de derecha o de izquierda, pero con algún rumbo y estabilidad, y esto no puede hacerse sin liderazgos, que a su vez se producen en el quehacer cotidiano organizacional y político. Ya es hora que nos demos cuenta que la salida no es “que se vayan todos” sino que “entremos todos”. A los peruanos nos haría bien recordar las palabras de Albert Camus: “La libertad no es un regalo que nos dé un Estado o un jefe, sino un bien que se conquista todos los días, con el esfuerzo de cada individuo y la unión de todos ellos”.
Maritza Paredes es profesora de Sociología de la Pontificia Universidad Católica del Perú y colaboradora de Agenda Pública.
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