Libérrima
La codicia mata fuera y dentro, y reivindicar la libertad pasa por defender derechos fundamentales para todo el mundo
Antes de la pandemia, cuando hablábamos del grumo conflictivo entre libertad y seguridad, pensábamos en terrorismo, videovigilancia, geolocalizadores. Tapar la cámara del portátil con una tirita. Snowden. Enseñar tus microenemas-bomba en el aeropuerto resultaba desasosegante cuando existía Abu Grhraib, drones asesinos y vidas interiores que se enredaban con más amor en Manhattan que en Bagdad. Éramos conscientes del cinismo de las alianzas de civilizaciones mientras se exportaban armas a Israel. Nuestros masters del universo no habían leído a Conrad —Bush fijo que no— y manipulaban un discurso filantrópico —evangelización, eliminación de armas de destrucción masiva— para justificar violencias, cuyo único objetivo son los intereses económicos. También la codicia motiva que la población negra y pobre de Flint (EE UU) beba agua con plomo, mientras se utilizan acuíferos saludables para limpiar piezas de la General Motors. La codicia mata fuera y dentro, y reivindicar la libertad pasa por defender derechos fundamentales para todo el mundo: salud, educación, trabajo, vivienda, justicia…
Tras la pandemia, el grumo conflictivo es libertad y cuidados. Una palabra del binomio y el significado de la libertad, hoy individualista y selvática, cambian. Parece que ciertas políticas para proteger a las personas vulnerables atentan contra el fundamentalismo neoliberal: libertad de precios, competitividad y competencia, invulnerabilidad de los dioses —¿Djokovic?—, el ombligo de Victoria Federica, relación entre inteligencia y capitales, el pase misí de si prefieres Dior o Gucci y una idea de diversión que recuerda al monólogo de Gila —perdónennos la sátira rural—: los mozos del pueblo cambian las cuerdas de tender por hilos “de alta traición” e Indalecio se electrocuta. “Me habéis dejado sin hijo, pero… ¡lo que me he reído!”, dice el padre del muerto, libre, vital, bienhumorado.
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