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Columna
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Libérrima

La codicia mata fuera y dentro, y reivindicar la libertad pasa por defender derechos fundamentales para todo el mundo

Un farmacéutico coloca un cartel en el que indica que pierden dinero con el nuevo precio de los test de antígenos en una farmacia de Madrid.
Un farmacéutico coloca un cartel en el que indica que pierden dinero con el nuevo precio de los test de antígenos en una farmacia de Madrid.A. Pérez Meca (Europa Press)
Marta Sanz

Antes de la pandemia, cuando hablábamos del grumo conflictivo entre libertad y seguridad, pensábamos en terrorismo, videovigilancia, geolocalizadores. Tapar la cámara del portátil con una tirita. Snowden. Enseñar tus microenemas-bomba en el aeropuerto resultaba desasosegante cuando existía Abu Grhraib, drones asesinos y vidas interiores que se enredaban con más amor en Manhattan que en Bagdad. Éramos conscientes del cinismo de las alianzas de civilizaciones mientras se exportaban armas a Israel. Nuestros masters del universo no habían leído a Conrad —Bush fijo que no— y manipulaban un discurso filantrópico —evangelización, eliminación de armas de destrucción masiva— para justificar violencias, cuyo único objetivo son los intereses económicos. También la codicia motiva que la población negra y pobre de Flint (EE UU) beba agua con plomo, mientras se utilizan acuíferos saludables para limpiar piezas de la General Motors. La codicia mata fuera y dentro, y reivindicar la libertad pasa por defender derechos fundamentales para todo el mundo: salud, educación, trabajo, vivienda, justicia…

Tras la pandemia, el grumo conflictivo es libertad y cuidados. Una palabra del binomio y el significado de la libertad, hoy individualista y selvática, cambian. Parece que ciertas políticas para proteger a las personas vulnerables atentan contra el fundamentalismo neoliberal: libertad de precios, competitividad y competencia, invulnerabilidad de los dioses —¿Djokovic?—, el ombligo de Victoria Federica, relación entre inteligencia y capitales, el pase misí de si prefieres Dior o Gucci y una idea de diversión que recuerda al monólogo de Gila —perdónennos la sátira rural—: los mozos del pueblo cambian las cuerdas de tender por hilos “de alta traición” e Indalecio se electrocuta. “Me habéis dejado sin hijo, pero… ¡lo que me he reído!”, dice el padre del muerto, libre, vital, bienhumorado.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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