Tambores de guerra
Por habitar en democracias es como hemos conseguido dar la vuelta al destino que nos venía acompañando como especie
Después de la pandemia solo nos faltaba una guerra, los dos azotes de la humanidad uno detrás de otro, o, mejor, a la vez. Y con el cambio climático en el cogote. Todavía estamos a tiempo de evitarla, pero no hay que excluirlo, un perturbador recordatorio de que nuestro orden social pende de un hilo. Como ya vimos con la crisis del coronavirus, eso que siempre hemos dado por hecho, la “normalidad”, no es más que un eufemismo o una situación transitoria. Hemos pasado de hablar de cosas como el consumo de carne o quién va a apoyar la reforma laboral a especular sobre las intenciones bélicas de Putin y la reacción de la OTAN. Normalidad democrática por un lado, realpolitik, por otro. Aunque, no nos equivoquemos, lo raro es que hubiéramos sido capaces de desterrar a la categoría de excepcionalidad algo que siempre ha acompañado a la humanidad. Quizá por eso mismo se llama “política real”; las otras dimensiones de la política serían lo extraordinario. Quizá, como dice John Gray, porque “matar o morir por ideas sin sentido es como muchos seres humanos han dotado de sentido a sus vidas”.
Sin embargo, hay hechos que son tozudos y permiten albergar alguna esperanza. Por ejemplo, que nunca se ha producido ningún conflicto bélico entre países democráticos, algo que hoy por hoy sigue siendo una ley de hierro, quizá la única que se mantiene incólume en la ciencia política y confirma esa gran intuición de Kant en La paz perpetua. Por eso mismo, por habitar en democracias, es como hemos conseguido dar la vuelta al destino que nos venía acompañando como especie. Por decirlo en otros términos, estar a favor de la democracia en cierto modo es estar también en contra de la guerra, aunque hayan entrado en ella contra otros regímenes y a veces por motivos espurios.
No me sorprende la afirmación radical de pacifismo emitida por Unidas Podemos, sí, en cambio, que se dirija únicamente a la guerra como mal absoluto, algo que creo que compartimos todos, salvo algún desequilibrado. ¿Por qué no hacia quien la quiere provocar? ¿Acaso no fue esto lo que se produjo cuando las guerras del Golfo? Entonces atacamos a quienes la incitaron tanto como a la conflagración bélica en sí. Y esto muestra hasta qué punto sigue presente el automatismo de la vieja distinción entre bloques ideológicos geopolíticos. Hoy no hace falta posicionarse del lado de Putin, basta con no hacerlo del lado de Estados Unidos y Europa. Pero para eso necesitamos algún argumento, no el impecable pronunciamiento a favor de la paz. Ojalá bastaran las declaraciones buenistas para conseguir la reconciliación del mundo. La política “real” —e incluso la “normal”— es otra cosa. Y quien mejor lo sabe es el propio Putin. Si ha podido permitirse el lujo de llegar hasta aquí es precisamente porque conoce bien las debilidades de los sistemas democráticos, esas divisiones internas que siempre trata de fomentar, o su animadversión a la guerra.
Por lo ya dicho, la moraleja es bien simple, solo conseguiremos alcanzar un orden internacional pacífico promoviendo la democracia. Lo malo es la situación en la que esta se encuentra, en plena recesión en muchos países e incluso insegura de sí misma allí donde sigue siendo estable. En cierto modo, Putin las está poniendo a prueba, abocándolas a afrontar sus muchas contradicciones. Aunque quizá sirva para lo contrario, para que tomemos nota de su fragilidad y del privilegio que suponen y actuemos por fin en consecuencia. De los votantes depende.
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