¡Miren arriba! ¡Miren abajo!
Nos enfrentamos al doble reto de incorporar más mujeres al mundo digital y más hombres a los cuidados, a la vez que redefinimos nuestras prioridades como especie
En las últimas semanas, una película ha irrumpido en la conversación, retratando el cóctel de ambición y estupidez que puede conducirnos a la extinción como especie. ¡No miren arriba!, grita una multitud ciega al meteorito que nos aplastará, bajo la batuta de unos cuantos poderosos sin escrúpulos. ¡Solo miren arriba!, clama sin éxito la ciudadanía consciente de la catástrofe que se avecina. Esta elección no parece aplicable a la vida que desborda la ficción cinematográfica, donde la alternativa entre “no mirar” o “mirar solo” arriba es un falso dilema que nos impide apreciar la realidad completa, forzándonos a elegir solo una mitad o sepultar la otra.
Las culturas hegemónicas nos empujan a mirar hacia arriba, donde supuestamente se ubica todo lo bueno. Alcanzar la gloria, elevarse sobre la condición humana, dominar y trascender la naturaleza, llegar a la cima. El poder (terrenal y celestial) siempre se representa arriba. Pero somos seres terrenales y nuestra efímera existencia transcurre fundamentalmente en el suelo. Y si este suelo no existe en nuestro imaginario, no lo podemos mirar; si no lo miramos, no lo podemos reconocer; si no lo reconocemos, no lo podemos proteger.
La pandemia de la covid-19 nos ha mostrado esa dualidad arriba-abajo. Por un lado, el cielo científico-digital brilla como nunca, salvando vidas gracias a vacunas logradas en tiempo récord y contribuyendo a mantener el empleo, los estudios, el consumo, los servicios públicos y la interacción social gracias al despliegue tecnológico. Por otra parte, desde los dominios de la tierra, una fuerte sacudida nos enfrenta a nuestra radical vulnerabilidad física, económica y emocional. Somos seres precarios y frágiles, necesitados imperiosamente de los demás. Regenerar para generar, reproducir para producir, anclarnos a una tierra desde la que mirar el cielo. El pilar del sistema no es otro que el cuidado, porque cuidar, ser cuidado, cuidarnos y cuidar del planeta es lo que sustancia la vida y nuestra condición humana. La pandemia nos obliga así a cuestionar nuestro concepto lineal del progreso, que oculta el poso determinante de la vida, basado en procesos cíclicos, repetitivos e invisibles, motores secretos del magma vital.
Pese a ello, apenas pasó lo peor de la tormenta, esa chispa de lucidez se perdió y volvimos a aferrarnos al futuro abandonando el presente, a desdeñar el aquí y ahora, el abajo. Salvo en momentos puntuales de catástrofe social o individual, parecemos incapaces de combinar ambas lógicas, que son dos caras de una única moneda. Ello explica que la cotización de algunas tecnológicas suba como la espuma, mientras las condiciones de trabajo del personal sanitario, docente y de servicios sociales no mejora tras más de una década de recortes presupuestarios.
La pandemia reveló también cómo estos dos espacios (cielo y tierra, arriba y abajo, tecnología y cuidado) están ocupados de forma asimétrica por hombres y mujeres. Las mujeres, al frente de la asistencia a los enfermos por covid-19, los servicios esenciales y las tareas multiplicadas del hogar durante el confinamiento. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) señala que esta cicatriz operará como una lacra sobre las oportunidades futuras de las mujeres, sus ingresos, continuidad laboral, salud y bienestar. Y es que las mujeres copan todos los ámbitos que implican tratar con personas, en los hogares (amas de casa y servicio doméstico), estudios (humanísticos, sociales y biosanitarios), empleos (salud física y mental, educación, servicios sociales, hostelería, comercio minorista) y en las tecnologías (con usos digitales y carreras tecnológicas más orientados al propósito, los sujetos y experiencias de la vida real). Estos espacios —y las mujeres que los atienden— se ubican abajo, en lo micro, la necesidad, lo invisible, en el minusvalorado reino de la tierra del cuidado. Los hombres, por el contrario, son deficitarios en estos entornos y reyes indiscutibles en el mundo de los objetos, lo macro, la oportunidad, lo visible, las élites del poder y una revolución digital en la que las mujeres son exigua minoría. Allí donde se diseña y decide el futuro intensamente tecnológico de nuestras sociedades, la escasez de mujeres es abrumadora, particularmente en los sectores frontera (inteligencia artificial, ciencia de datos, computación en la nube, ciberseguridad).
Nos enfrentamos al doble reto de incorporar más mujeres al mundo digital y más hombres a los cuidados, a la vez que redefinimos nuestras prioridades como especie. Es inviable que quienes gestionan la vida no administren poder y quienes administran poder no se impliquen en la gestión cotidiana de la vida. Si no aprendemos como sociedad que arriba no es más que abajo, que el sujeto antecede al objeto, que la hibridación entre tecnología y humanismo es el camino, estaremos condenados a desaparecer. Bajar el cielo digital a la tierra del cuidado y al cuidado de la tierra es lo único que garantizará una revolución tecnológica al servicio de la humanidad y no al revés. El desafío de pasar de la sociedad del conocimiento a la sociedad de la sabiduría (mirando arriba, mirando abajo) es infinitamente más grande y real que inventar cómo liberarnos del meteorito.
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