Álex Grijelmo: “No culpemos a la lengua, no culpemos al cuchillo de un asesinato”
En su último libro, el subdirector de El PAÍS propone un pacto sobre el lenguaje inclusivo. “Me dolían esas acusaciones de que el español es machista”, dice
Si en la lengua española hay una guerra, Álex Grijelmo quisiera ser mediador de paz. “El primer paso para llegar a un acuerdo igualitario debe consistir en mirar al idioma español sin prejuicios, como expresión cultural, como un amigo íntimo dispuesto a ayudarnos y no como un enemigo que nos oprime”, escribe Grijelmo en Propuesta de Acuerdo sobre el Lenguaje Inclusivo, publicado recientemente en México por Taurus. Un pacto de no agresión sobre las duplicaciones como “todos y todas” en vez del “mal llamado genérico masculino” (todos), o sobre la mejor forma de describir la violencia machista en los medios, o sobre cómo mejorar palabras claves para el feminismo como mansplaining (en el que el autor espera no caer. “Lo he hecho con respeto a las dos partes en litigio, entendiendo las posiciones de todos”, dice).
Grijelmo (Burgos, 1956), es subdirector de EL PAÍS, director de su Escuela de Periodismo, responsable del Libro de estilo de este diario, y autor de 10 obras sobre el lenguaje. En esta entrevista comenta su propuesta de paz. “No pretendo tener la razón, ni estar en posesión de la verdad”, dice. “Es una propuesta que hago como cualquier otro ciudadano, razonada y documentada, pero es una simple propuesta”.
Pregunta. ¿Por qué irse hasta el origen indoeuropeo de la lengua para afirmar que el español no es el que tiene un problema sexista?
Respuesta. A mí me gusta tanto la lengua española, que me dolían esas acusaciones de que es machista, que es sexista, que fue construida por el heteropatriarcado. El idioma español se construyó en sociedades machistas, sin duda. Pero no como consecuencia de esas sociedades machistas. Y como explico en el libro, también hay sociedades machistas que han dado lugar a idiomas con genéricos femeninos, con lo cual esa relación no parece muy clara. Hay que ir al indoeuropeo para darse cuenta de en qué momento nace el género femenino.
El indoeuropeo es nuestra lengua abuela, el latín es nuestra lengua madre. Y en nuestra lengua abuela nace el género femenino a partir de un género que abarcaba a todos los seres animados. Había un género para los seres inanimados y otro para los seres animados. Y dentro del género para los seres animados, nace el femenino. Pero no nace el género femenino como una costilla del masculino, nace como una costilla del genérico. Al nacer el femenino, el genérico se desdobla para cumplir la misión de masculino y de genérico. Entonces, precisamente el genérico nace de la visibilidad de las hembras en los animales, y de las mujeres, que se decidió hace unos 5.000 años. Y esa es la historia. No es que el masculino se haya apropiado de los dos géneros, abarcando todo en una invasión injusta. Fue otra la causa, y hay que conocerla.
P. Pero, en su uso, el español sí puede ser muy sexista.
R. Por supuesto. Pero los usos no son del español, son de los hablantes del español. Los usos sexistas son culpa nuestra. No culpemos a la lengua, es decir, no culpemos al cuchillo de un asesinato. El cuchillo sirve para cortar el pan y para matar a alguien, pero la culpa no es del cuchillo. La culpa es de cómo utilizamos el cuchillo. Y claro que el lenguaje —no tanto la lengua como el lenguaje— está lleno de usos machistas. Hay refranes intolerables, algunos dichos también intolerables, algunas asimetrías que utilizamos que habría que proscribir. Pero estos son problemas en la utilización de la lengua, no están en el sistema de la lengua. Nada nos obliga a utilizar eso. En cambio, el sistema sí nos obliga a seguir el genérico, el mal llamado ‘genérico masculino’. Yo prefiero llamarlo ‘el genérico’.
P. Para evitar el genérico, se han propuesto duplicaciones, como decir ‘todos y todas’. Usted menciona que la Constitución de Venezuela está llena de esas duplicaciones y eso lleva a otro tipo de riesgos. ¿A qué se refiere?
R. Bueno, primero hay que decir que las duplicaciones me parecen bien, siempre que sean comedidas, es decir, siempre que sirvan para denunciar una situación de desigualdad, y como signo identitario de que quien habla está a favor de la igualdad. Ahora, la Constitución de Venezuela nos muestra que es imposible leerla. Si dices “voy a leer la Constitución de Venezuela”, en el décimo artículo la dejas porque es insoportable. [El artículo 41 de la Constitución de Venezuela se lee: “Sólo los venezolanos y venezolanas por nacimiento y sin otra nacionalidad podrán ejercer los cargos de Presidente o Presidenta de la República, Vicepresidente Ejecutivo o Vicepresidenta Ejecutiva, Presidente o Presidenta y Vicepresidentes o Vicepresidentas de la Asamblea Nacional, magistrados o magistradas del Tribunal Supremo de Justicia…].
Y luego fíjate, tanta duplicación en la Constitución de Venezuela y resulta que no permite el matrimonio homosexual. La Constitución supuestamente más igualitaria y más progresista de la humanidad no permite el matrimonio homosexual precisamente por culpa de una duplicación, porque habla de que han de contraer matrimonio hombres y mujeres, “entre un hombre y una mujer”. La Constitución española, que no duplica, sí ha amparado el matrimonio homosexual.
Otro inconveniente lo vimos aquí en España. Una vez dijo Pedro Sánchez: “Hay que evitar los enfrentamientos entre catalanes y catalanas”. Pero si los catalanes y las catalanas no están enfrentados. Hay que evitar el enfrentamiento entre catalanes, claro, unos partidarios de la independencia y otros partidarios de continuar dentro de la Constitución española. Pero al decir entre catalanes y catalanas, el significado es distinto.
Otro efecto de las duplicaciones es que se suelen duplicar las ideas positivas o neutrales: ‘Ciudadanos y ciudadanas’ o ‘compañeros y compañeras’. Pero no se suele decir “hay que subir los impuestos a los ricos y a las ricas”, “acabar con el poder de los banqueros y las banqueras”, “hay que detener a los corruptos y a las corruptas”. No se suelen duplicar las ideas negativas. El genérico que supuestamente favorece a los hombres también los perjudica. Encontramos a una persona muerta en la calle y alguien dice “hay que detener al asesino”. Bueno, al asesino o a la asesina, ¿no?
P. Hay otra alternativa para no duplicar, que se conoce sobre todo en Argentina, que es usar la letra e, como en ‘elles’, o en otras palabras que terminan en a y o. ¿Qué opina de esta opción?
R. Me parece bien como provocación para alentar este debate, y como denuncia de las desigualdades que se dan en la sociedad. Ahora, vamos a la práctica. ¿Podemos conseguir que 500 millones de personas adopten este nuevo morfema? ¿En cuánto tiempo? ¿En 10 años? ¿En 20 años? Yo lo veo difícil. Por otro lado, tenemos una experiencia, precisamente en Argentina. A principios del siglo XX todo el sistema educativo argentino estaba volcado en que se usara el ‘tú' en lugar del ‘vos’. Y con todos los colegios y todos los maestros enfocados a eso, no se consiguió. A los niños en clase se les decía “yo amo, tú amas”, pero salían a la calle y decían “yo amo, vos amás”. No sirvió de nada porque las intervenciones en la lengua desde arriba suelen ser catastróficas. La lengua se construye por abajo. Tienen que ser millones de hablantes los que decidan emplear un uso para que eso se establezca en el sistema de la lengua.
P. ¿Qué hay de la palabra ‘jueza’, que se utiliza más en Argentina y Chile? ¿Fue una victoria del feminismo?
R. Quizá sí es una victoria del feminismo. La palabra ‘jueza’ se utilizó antiguamente para llamar a la mujer del juez. Por eso hubo un momento en que era una palabra desprestigiada para una juez. Porque llamarse jueza no era representativo de una profesión, sino de que estaba casada con un juez. Por lo cual las propias juezas querían ser jueces. Porque era una palabra más prestigiosa. Con el tiempo, este uso terminó siendo más bien rural, y luego ya prácticamente inexistente, con lo cual se pudo recuperar un significante que ya estaba en la lengua para usarlo como elemento prestigioso.
Yo creo que técnicamente no es necesario ese morfema añadido ahí, como no lo serían en ‘la joven’ o en ‘la criminal’. No diríamos ‘la criminala’. Cantidad de palabras de género común no necesitan añadir ese morfema porque la marca de género ya va en el artículo. La misma información da ‘la juez’ que ‘la jueza’. Entonces, bueno, es más fruto de entender la palabra en una lucha identitaria que ha tenido sus frutos.
P. ¿Por qué usted prefiere hablar de ‘violencia machista’ que de ‘violencia de género’?
R. Es curioso que con ‘violencia de género’ se da eso que se suele criticar: la invisibilidad de lo que no se nombra. Decimos violencia de género, pero, ¿de qué género? Aunque no digamos violencia del género masculino, todos entendemos que es la violencia del género masculino. Si se dice “los mexicanos son más simpáticos que los húngaros”, por ejemplo, todo el mundo entiende que se trata de los mexicanos y las mexicanas, aunque no se nombren (espero que no nos lea ningún húngaro). En ‘violencia de género’, pues se entiende que es violencia machista. Bueno, yo creo que la palabra ‘género’ es un eufemismo que se impuso en inglés para no decir sexo y que hemos copiado del inglés [la palabra gender] por complejo de inferioridad. Creer que una cultura ajena, concretamente la cultura del inglés, es superior a la nuestra. Yo creo que sería más preciso decir ‘violencia machista’ porque al nombrarlo así, condenamos. ‘Género’ no expresa ninguna condena. No se sabe de qué género es. Y además la palabra ‘género’ unas veces es positiva y otras negativa. Es negativa en ‘violencia de género’ porque está sustituyendo a ‘machista’. Pero es positiva si hablamos de ‘políticas de género’, es decir, de políticas de igualdad. ‘Género’ es un eufemismo, es un anglicismo, es ambivalente. Pero ya está implantada y tiene sus consecuencias. A mucha gente le suena extraño todo eso, suena demasiado académica. No es una palabra transparente en español, en este sentido. Yo creo que sería mejor hablar de violencia machista y del machismo, del sexismo, y de la violencia de los hombres. Llamando a las cosas por su nombre.
P. Hay otras palabras que se han insertado también en español desde el inglés: manspreading o mansplaining. ¿Qué opina de ese poder del inglés?
R. Es relativamente reciente este fenómeno de la influencia del inglés en el siglo XX. La influencia anterior era del francés, y antes del italiano. Siempre ha habido influencias, y casi siempre porque se consideraba que una cultura determinada era más prestigiosa que la propia. Por eso hablo tantas veces del complejo de inferioridad. Y también pasa en el lenguaje identitario del feminismo con anglicismos que yo creo que no contribuyen a que millones de personas se identifiquen con esas palabras. Porque sencillamente no las entienden. No son palabras transparentes. No se sabe qué hay dentro de ellas. Bueno, si se quieren utilizar, pues estupendo. Yo creo que habría palabras que serían más eficaces desde un punto de vista de la comunicación social. No son errores del feminismo, son errores de comunicación social.
P. ¿Qué alternativas propondría?
R. Para manspreading, ‘despatarre’. Despatarrarse, o no dejar sitio al que está al lado. Para la otra, mansplaining, diría: ‘macho-explicación’. O ‘explicación machista’, si se quiere.
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