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La política de los pronombres

Una propuesta sobre el lenguaje inclusivo como la que acaba de publicar Álex Grijelmo merece toda la atención, pero los idiomas son organismos autónomos con una vida propia al margen de lo que digan las élites sociales

Juan Luis Cebrián
Una protesta LGBTI denominada Orgullo Crítico, en Madrid en junio de 2018.
Una protesta LGBTI denominada Orgullo Crítico, en Madrid en junio de 2018.MARCOS DEL MAZO

Álex Grijelmo acaba de publicar un libro interesante sobre la polémica del lenguaje inclusivo, cuyo principal valor consiste en su objetivo abiertamente declarado: buscar un acuerdo que permita corregir desviaciones sexistas del idioma español, culpable según muchos de la invisibilidad de las mujeres en la sociedad. En un momento en que nuestro país fomenta la confrontación entre extremos es de agradecer que alguien muestre su voluntad de compromiso. La dificultad en este caso reside en el hecho de que la lengua es una creación de los pueblos, no necesariamente de sus dirigentes, cualquiera que sea la ideología que defiendan. En definitiva, es el reflejo de la sociedad tal como es, aunque también contribuye a configurar modos y creencias de esa misma sociedad.

Las polémicas sobre la influencia política de los idiomas son antiguas y no exclusivas de ninguno de ellos. En un reciente artículo publicado en el New York Times, Teresa M. Bejan, profesora de teoría política en Oxford, nos ilustra sobre el fondo de la cuestión. “Los pronombres son la parte más política del lenguaje”, dice, para terminar preguntándose por cómo han de identificarse gramaticalmente no solo “ellos y ellas” sino también transexuales, no binarios o quienes adopten una identidad de género fluido. Se remonta así a la historia de los cuáqueros, quizá el movimiento religioso más igualitario de su época, partidarios de apear las fórmulas de respeto en el trato coloquial, pues discriminaban a unas personas de otras. La persistencia del “inglés de la reina” en las élites del Reino Unido, que se identifican en gran medida por su entonación lingüística antes incluso que por su patrimonio o su poder, pone de manifiesto lo limitado del éxito de las propuestas cuáqueras.

También en su Historia de la lengua española, don Ramón Menéndez Pidal narra las batallas en torno al uso del vos y del tú, o el significado clasista de su empleo según los casos, en trifulcas que tienen poco que envidiar a las suscitadas por los cuáqueros británicos. Y da cuenta de algunos términos que ya Quevedo rechazaba por vulgares y propios de la prosa fregona. Pese al repudio de los culteranos, muchas de esas expresiones han llegado vivas hasta hoy y son comunes en el lenguaje ordinario: de pe a pa, haz de tripas corazón, a regañadientes o a la pata la llana valgan como ejemplos. Lo que demuestra una vez más que los idiomas son bichos vivos que gozan de una autonomía irritante para las élites.

Dicha autonomía reside hoy en la Red, donde se desenvuelve y crece a velocidades de vértigo. La Real Academia Española ha anunciado ya que el próximo Diccionario, previsto para 2026, será digital, al margen de si merece o no publicarse también alguna versión impresa. Los problemas que se suscitan con vistas al proyecto provienen fundamentalmente de la irrupción de la inteligencia artificial en el escenario del conocimiento humano, y de que el mundo de Internet es un universo descentralizado que crece al compás de la experiencia de los usuarios y al margen de leyes o jerarquías.

Los disturbios creados en la convivencia social por la extensión de la Red de redes, con la eclosión de la democracia asamblearia, la pérdida de intimidad y privacidad y la desaparición de barreras de todo tipo, que otrora impedían invadir el territorio del poder, también afectan al porvenir del idioma. No solo el orden político y económico está siendo trastocado, quizás veamos perecer en no mucho tiempo al orden alfabético.

Los diccionarios van a desaparecer tal y como los conocemos, igual que lo han hecho ya las enciclopedias; están en ello los periódicos y quién sabe si acabarán aniquilados incluso los bancos centrales. Heridas de muerte parecen estar también las tildes, expulsadas a golpe de pulgar por los usuarios de los teléfonos listos, y hasta los signos de puntuación, para no hablar del destrozo (¿o quizá no lo es tanto?) que causan las abreviaturas e improvisadas ortografías de los ese-eme-eses. Mientras nos esforzamos por establecer cánones en un mundo que abomina de ellos, la gente recupera la escritura jeroglífica a través de emoticonos y emojis, de los que existen más de 3.000 de uso diario, invierte en bitcoins, guglea para informarse de lo que le interesa y sigue las aventuras de sus yutubers favoritos (¿o serán en realidad yutúberes, como las púberes canéforas de Rubén?).

El acuerdo que Grijelmo propone sobre el lenguaje inclusivo merece por eso atención y apoyo, pero cabe preguntarse quién lo ha de firmar. Porque el diccionario, la gramática y la ortografía de la Academia son normativos, pero en un mundo crecientemente gobernado por los algoritmos, las normas y las definiciones acaban desfalleciendo ante el software.

Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo. Álex Grijelmo. Taurus, 2019. 296 páginas. 17,90 euros.

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