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COLUMNA
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Los cuentos de Navidad

Estas fiestas provocan relatos en torno a la pobreza, el desamparo, el exilio y la soledad. Elementos que están ahí fuera, presentes

Una escena de 'Plácido', de Berlanga
Una escena de 'Plácido', de Berlanga
David Trueba

De todos los mandamientos de la Iglesia, sin duda los españoles somos fanáticos del tercero. No tanto porque santificar las fiestas signifique para nosotros unificar el descanso con la devoción a Dios, sino porque entendemos la fiesta misma como algo trascendental. Entre primar los bares o los centros de salud, el olfato electoral lo tuvo claro. Entre negar la acera para uso común y dársela al tapeo no parece haber límites. Al votar hacemos una declaración del modo en que nos gusta estar en el mundo: acodados y con el zapato en el reposapiés. Amamos el bar porque nos sirve de confesionario, salón, parlamento o farmacia. Representa para nosotros lo más sagrado. Sin embargo, llega la Navidad y nos obliga aún a encontrar el cuento más tranquilizador, que nos devuelva la fe en nosotros mismos. La influencia anglosajona nos lleva a pensar que fue Dickens el que inventó la Navidad renacida, y valga la redundancia. El paseo del señor Scrooge por las ruinas de su comportamiento, supo aplicar al mundo moderno, egoísta, desolador, insolidario y profundamente insatisfactorio, una dosis de conmoción. Nos recuerda que la santificación que hacemos del nuevo dios don dinero está reñida con lo más íntimo de nuestra naturaleza emocional.

A través de los guionistas de Frank Capra, abanderados del New Deal y la reconstrucción moral tras la Gran Depresión de 1929, recibimos la versión cinematográfica de esa misma receta, hoy considerada de autoayuda para apelar al sentido utilitarista que nos vemos obligados a darle a todo. Qué bello es vivir volvía a incidir sobre las enormes consecuencias que deja nuestro paso por el mundo. Casi nada sería igual sin nuestras pequeñas acciones y decisiones. El remedio contra la desesperación somos nosotros mismos. Si Dickens reinventó el optimismo antes que Hollywood, en la tradición europea los signos navideños cobran otros matices. El sueco Victor Sjöström rodó un clásico del cine mudo basado en La carreta fantasma de Selma Lagerlöf, primera mujer en recibir el Nobel de Literatura. Quien muere durante las campanadas de Nochevieja pasará el año recogiendo el alma de los seres a los que visita la Muerte. En ese cuento, el borracho y violento protagonista pugnará por cambiar el destino fijado, en otro pulso interior en el que la redención personal significa la redención del mundo.

Puede que las creaciones europeas sean más cercanas a la pesadilla que al sueño plácido. Precisamente Plácido, la película de Berlanga, era un cuento de Navidad formulado para disolver la caridad sedante de las campañas organizadas, hoy reformuladas en una participación virtual tan histérica como insustancial. Los muertos de Joyce, filmada por Huston, evocaba las traiciones escondidas bajo la fiesta. Hemos dejado de frecuentar también el poderoso cuento de Hans Christian Andersen sobre la joven vendedora de cerillas que se calienta del frío de la noche de fin de año prendiendo sus fósforos. En cada destello, se alumbra un instante ideal hasta que la muerte deja su cuerpo helado sobre la acera. La Navidad provoca relatos en torno a la pobreza, el desamparo, el exilio y la soledad. Elementos que están ahí fuera, presentes. Cuando algunos dicen que ya no necesitamos la ficción se debe quizá a que ya han concluido que el ser humano no tiene nada sobre lo que preguntarse a sí mismo. Quieren que dejemos de fabricar piedad.


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