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Herramientas útiles

Hay dos buenas medidas para moderar la desigualdad salarial cronificada: el aumento del salario mínimo y el convenio colectivo

Un trabajador de la industria papelera.
Un trabajador de la industria papelera.OXFORD (Europa Press)
Jordi Amat

Leo el número de diciembre de Alternativas Económicas mientras la Navidad nos trae la buena nueva del acuerdo para la reforma laboral. Es extraño, es esperanzador. Por ahora no se escucha al Scrooge de turno repetir, amargado y cascarrabias, lo de “¡Bah, paparruchas!” ya que, gracias al raro milagro del diálogo social, a la reforma no es ni necesario colgarle la etiqueta, partidista e innecesaria, de derogación. ¡Qué importa! Lo relevante para todos será disponer de un instrumento consensuado, atendiendo a la demanda de la Unión Europea, que ayude en lo posible a resolver problemas estructurales del mercado de trabajo en España. Como han repetido organismos multilaterales, la temporalidad es nuestro problema principal, pero además ese problema complica otros que van corroyendo la paz social. Porque asociada a la temporalidad, que se aceleró tras la reforma de 2012 del PP, está la devaluación salarial. En Alternativas Ariadna Trillas lo sintetiza: “los temporales carecen de poder de negociación”, y eso se paga carísimo. Los últimos datos disponibles del Instituto Nacional de Estadística, los de 2019, son clarificadores: ese año, por hacer el mismo trabajo, el salario real era 6,2% más bajo que en 2008.

La devaluación salarial y sus consecuencias políticas son el tema de Els salaris de la ira del economista Miquel Puig. Mientras Gobierno, patronal y sindicatos comparten mesa navideña, y la nuestra la vaciaba ómicron (¡cabrón!), reviso mis notas de lectura de un ensayo sano y valiente. En el arranque, autobiográfico, Puig reflexiona sobre las implicaciones de la teoría que se hizo hegemónica cuando él debía escribir su tesis para convertirse en un profesional de la disciplina. La nueva teoría que a finales de los setenta le enseñaban en el MIT se la presentaban como ciencia, dice, pero ahora constata que era pura ideología con un nítido horizonte social y político. Inmersos en la crisis de los setenta, su propósito fue dinamitar el consenso socialdemócrata —el de los treinta gloriosos— cuya operatividad había llevado a los gobiernos a intervenir en la economía con un triple objetivo: evitar las crisis financieras, buscar la ocupación plena y redistribuir la renta para favorecer a los de abajo.

La drástica reducción del salario mínimo, razona Puig, fue uno una de las involuciones legitimadas por aquella teoría que tuvo tanto éxito que se convirtió en el sentido común de una época. La nuestra. Desde entonces, constata con gráficas que incluso yo entiendo, conviven dos eras solapadas: la de la Larga Congelación Salarial y la de la Gran Disparidad Salarial. Nuestro tiempo, dicho con otras palabras, habría naturalizado la desigualdad. Y de ello responsabiliza en parte a las izquierdas postlaboristas por haber extirpado del corazón de su propuesta política la exigencia sobre el salario mínimo. Se habría dejado convencer, por el contrario, del argumentario neoliberal —aquel que defiende que dicho salario penaliza a los trabajadores menos preparados y los condena al paro— y aún no habría asumido lo que es una constatación empírica: “Nunca se ha observado que la introducción o una subida razonable del salario mínimo destruya empleo”. Lo que sí implica, eso sí, es la limitación de los ingresos de los de más arriba, cuya retribución tanto se ha disparado en esta era nuestra.

No es cuestión de milagros, aunque estemos en Navidad, sino de herramientas útiles. Las mejores para moderar la desigualdad salarial cronificada son dos: el aumento del salario mínimo —lo único que puede acabar con la figura del trabajador pobre y que al menos el gobierno Sánchez está acercando al 21% del PIB por empleado— y el convenio colectivo. La reforma del 2012 intervenía de manera regresiva en el funcionamiento de esta segunda herramienta, al hacer prevalecer el contrato con la empresa sobre el contrato sectorial o al no prorrogar automáticamente el convenio vencido mientras se redactaba el nuevo. Ahora, en virtud de la reforma laboral, eso podrá cambiar porque los sindicatos reconquistan su papel constitucional en la negociación colectiva. ¿Paparruchas? Incluso para el Scrooge del cuento, es una buena noticia.

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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Escribe en la sección de 'Opinión' y coordina 'Babelia', el suplemento cultural de EL PAÍS.

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