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Columna
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Afganistán, un país en agonía

Es difícil mandar toda la ayuda humanitaria que necesitan los afganos sin tocar el bloqueo y las sanciones a los talibanes

Afganistan
Una patrulla de talibanes en el distrito de Zurmat, en la provincia afgana de Paktia, en octubre.Luis de Vega
Lluís Bassets

Afganistán agoniza. El Estado ha dejado de existir. Vivió mientras se hallaba bajo la perfusión de los ocupantes, pero en manos de los talibanes nada se sostiene. Los vencedores han cumplido con el doble objetivo que les motivaba: echar a los extranjeros y a sus amigos afganos y regresar al rigorismo del islam y de las costumbres ancestrales.

Hacer funcionar la administración, la sanidad o las escuelas no está en su programa. Un Estado soberano, incluso con un gobierno despótico, siente algún tipo de responsabilidad respecto a sus ciudadanos, aunque les trate como súbditos. No es este el caso. La acción de gobierno de los talibanes, ya experimentada entre 1996 y 2001, consiste en cortar manos y pies en aplicación de la ley islámica, ejecutar sumariamente a los sospechosos de colaborar con el enemigo, destruir el patrimonio arqueológico ajeno al islam, prohibir la música y los deportes, segregar y esclavizar a las mujeres, e intimidar a todos, especialmente a quienes imprudentemente conservan aspecto occidentalizado.

La idea de que la patria es el lugar de donde hay que huir se aplica exactamente a Afganistán. Los propios talibanes hacen colas en las oficinas de expedición de pasaportes. Solo se quedará quien no tenga medios para salir. La pobreza extrema y el hambre amenazan a toda la población, especialmente a los niños. Maestros y funcionarios no cobran. Solo los talibanes cuentan, ellos si merecen sueldos, viviendas y comida. El poder es el botín que da acceso a todo lo que le falta al resto de la población. Para comer, las familias venden sus enseres en las calles, convertidas en mercados de pulgas, incluso a sus niñas.

Nominalmente, hay un gobierno con el objetivo de convencer a Washington para que levante las sanciones económicas y desbloquee 9.500 millones de dólares depositados en Estados Unidos. El país vive ahora de las organizaciones gubernamentales y de la ayuda humanitaria, aunque no toda llega, como resultado del embargo. Una resolución del Consejo de Seguridad ha levantado las sanciones que afectan a suministro de alimentos y medicinas, siempre que no pase por manos de los talibanes, algo que no se sabe muy bien cómo se puede garantizar.

Ángeles Espinosa, incansable enviada especial al país afgano, ha señalado el “grave dilema moral” que corroe a Estados Unidos y sus aliados, entre “ayudar a los afganos” o “respaldar un régimen que rechaza los derechos humanos básicos como la igualdad de los ciudadanos, la educación para todos y la libertad de expresión” (El País Semanal, 19 de diciembre). Si no se resuelve urgentemente y en favor de la población, el espanto que nos espera será peor que la catástrofe de agosto, cuando salieron en estampida las tropas occidentales. Nadie implicado en los 20 años de ocupación y guerra puede desentenderse también de la suerte y el sufrimiento de 40 millones de afganos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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