Un poco de amor a lo poco
La brevedad, el humor y la inteligencia son algunas de las herramientas que utilizó Augusto Monterroso para explorar ese mundo al que vino hace 100 años
No hay buenas noticias a propósito de la pandemia. La variante ómicron es más contagiosa y un montón de gente da positivo, la incidencia de la covid se ha disparado, aumenta la presión hospitalaria. El precio de la luz sigue creciendo, otra pesadilla, y los políticos mantienen vivo el entusiasmo por seguir cavando zanjas y montan a diario el ring para sacudirse unos a otros, en algunos casos empleando ya las peores formas. Resumen: cansancio por el bendito coronavirus, cansancio por las complejidades de la tarifa eléctrica, cansancio por esa atmósfera de riña cotidiana. ¿Qué decir entonces, qué mensaje? “(Entre paréntesis te contaré que en cierta ocasión una señorita me preguntó, para un periódico, si en lo que escribo hay algún mensaje. Yo le contesté que sí, que en todo lo que escribo hago llamados a la rebelión y a la revolución, pero desgraciadamente en una forma tan sutil que por lo general mis lectores se vuelven reaccionarios)”, le dijo Augusto Monterroso a Jorge Rufinelli en una de las piezas recogidas en Viaje al centro de la fábula.
Lo adelantó Enrique Vila-Matas en una columna de hace unas semanas, que Monterroso habría cumplido cien años hace dos días, el 21 de diciembre. “Las ideas que Cristo nos legó son tan buenas que hubo necesidad de crear toda la organización de la Iglesia para combatirlas”, escribió por ahí, o se lo dijo a alguien, hacía este tipo de observaciones: tan precisas, tan finas, tan inteligentes. Y con tanto sentido del humor. Por eso abrir cualquiera de sus libros permite dar de inmediato un salto, y situarse en otra parte, para volver a mirar el mundo. Y poder hacerlo sin acritud y sin falsas ilusiones, y con un poco de piedad por esas criaturas —nosotros— que se afanan y enredan en las complicaciones cotidianas. Monterroso tiene la habilidad de empujarte con mucha delicadeza a sonreír y a quitarle importancia a todo aquello que se vuelve solemne con demasiada facilidad. “No aprendió en verdad ningún oficio, ni se dedicó nunca de lleno a algo que no fuera soñar”, apunta de su padre en Los buscadores de oro, sus memorias. “Pobre papá. Yo lo quería y admiraba. Era bueno. Era débil. Se mordía las uñas. Era supersticioso: no pasaba jamás debajo de una escalera, y siempre exclamaba ‘¡lagarto!’ cuando alguien mencionaba el número 13″. Así trabajaba Monterroso: un par de trazos y tenía lo verdaderamente importante.
Le gustaba la brevedad, la mezcolanza, recoger cosas de otros y hacerlas suyas, tenía curiosidad por un montón de asuntos. En La letra e, donde se reunieron unos cuantos textos que publicó a manera de diario en un periódico mexicano, hay una referencia a un artículo de Alan Bosquet que leyó en Le Monde a propósito de la muerte de Henri Michaux: “De todos nuestros escritores célebres es el único que se negó a aparecer en libro de bolsillo. Decía violento: ‘Tengo 2.000 lectores. Es demasiado. ¿Por qué habría de tener 20.000?”.
Ese es hoy el mensaje. Salió de Michaux, fue a parar a Bosquet, y de ahí lo cogió Monterroso. Ahora cae aquí, en medio de una sociedad en la que todos quieren gustar a cuantos más, mejor, y en la que se suda por sumar y sumar y sumar. Ahí está la llamada a la rebelión y a la revolución: un poco de amor a lo poco y un discreto corte de mangas —por una vez y con cariño— al veneno de las audiencias.
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